Por: Ricardo Abud
En el trajín de la vida moderna, muchas personas buscan a Dios como si fuera un ser distante, relegado a los muros de un templo o confinado a momentos específicos de culto.
Sin embargo, la verdad más profunda de nuestra experiencia espiritual radica en una realidad mucho más íntima y transformadora: Dios no está únicamente en un lugar, sino que habita dentro de cada uno de nosotros, caminando silenciosamente junto a nuestros pasos diarios, susurrando en el viento de nuestras respiraciones y manifestándose en los más pequeños momentos de nuestra existencia.La Biblia nos recuerda con claridad meridiana esta verdad sublime. En Romanos 8:9-11, el apóstol Pablo proclama una revelación profunda: "Vosotros, sin embargo, no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios habita en vosotros." Estas palabras desafían la concepción tradicional de la divinidad como algo externo y lejano. No somos meros observadores de un poder celestial, sino receptáculos vivientes de su presencia. El Espíritu Santo no es un huésped ocasional, sino un residente permanente en el santuario de nuestro ser.
Esta idea se reafirma en 1 Corintios 3:16, donde Pablo nos recuerda con contundencia: "¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?" Cada ser humano se convierte así en un templo viviente, no limitado por paredes de piedra o rituales formales, sino animado por la presencia divina que late en nuestro interior. Dios no requiere grandes ceremonias para manifestarse; se revela en la bondad de un abrazo, en la paciencia frente a la adversidad, en la compasión hacia un desconocido.
La conexión con lo divino no depende de lugares sagrados externos, sino de la apertura interior. Dios camina con nosotros en la rutina del trabajo, en la tensión del tráfico, en la alegría de un reencuentro, en la tristeza de una pérdida, en la decepción de un amor. Su presencia no está condicionada por la grandeza de un momento, sino por la autenticidad de nuestro corazón. Cada respiración es una oración, cada acción puede ser un acto de adoración, cada encuentro una posibilidad de manifestación divina.
He reconocido esta verdad, la misma ha implicado un cambio, una transformación radical en mi perspectiva espiritual. Ya no se trata de buscar a Dios como quien busca algo perdido, sino de reconocerlo como una realidad inherente a mi existencia. Somos portadores de lo divino, no simples espectadores. Mi misión y la de cada uno de nosotros no es ir a un lugar para encontrarlo, sino despertarlo dentro de nosotros mismos, cultivar su presencia con consciencia, amor y apertura.
La invitación, entonces, es a una espiritualidad encarnada. Una espiritualidad que no separa lo sagrado de lo cotidiano, sino que los integra en una danza armoniosa. Dios no está ausente ni distante; está presente en cada latido, en cada pensamiento, en cada decisión. Habita en nosotros no como un juez vigilante, sino como un compañero amoroso que nos guía sutilmente hacia nuestra mejor versión.
Cultivar esta conciencia requiere práctica, silencio interior, y una disposición a reconocer lo divino en lo aparentemente mundano. Significa mirar más allá de las apariencias, escuchar más allá de los sonidos, y sentir más allá de lo tangible. Es una invitación a ver lo extraordinario en lo ordinario, a percibir la luz divina que habita en cada ser humano.
Es esencial reconocer que esta conexión con lo divino puede ser sutil, pero está siempre presente. En momentos de quietud, como al meditar o al reflexionar sobre nuestras experiencias, podemos sentir la guía del Espíritu Santo. Este contacto personal no solo nos fortalece en tiempos de dificultad, sino que también nos invita a compartir ese amor con los demás. La espiritualidad se convierte, así, en un estilo de vida, donde cada acción puede ser una expresión de nuestra fe.
Cultivar la conciencia de la presencia de Dios en nuestras vidas cotidianas requiere intencionalidad. A través de la oración, la meditación y la reflexión sobre las Escrituras, podemos abrir nuestros corazones a Su guía. Al hacerlo, nos volvemos más receptivos a Su voz y más dispuestos a actuar en Su nombre. Esta práctica diaria nos ayuda a recordar que Dios no solo está presente en los momentos de adoración, sino que también está en los detalles más simples de nuestra existencia.
Que esta reflexión sea un recordatorio: no necesitamos ir a ningún lugar para encontrar a Dios. Él ya está aquí, en nosotros, esperando ser reconocido, celebrado y manifestado en cada instante de nuestra existencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario