miércoles, 25 de diciembre de 2024

El Gran Banquete de los Fuegos Fatuos


Por: Ricardo Abud

En un pueblo donde los relojes siempre marcaban las doce y las luces parpadeaban sin motivo, se celebraba la fiesta más esperada del año: El Gran Banquete de los Fuegos Fatuos, una gala navideña tan extravagante como inútil.

Cada 24 de diciembre, los habitantes del pueblo se reunían para celebrar el evento que prometía deslumbrar a todos, aunque nadie podía recordar exactamente qué se celebraba.


La anfitriona era la Gran Burbuja, una figura majestuosa e hinchada que flotaba por el salón envuelta en reflejos de luces navideñas. La Gran Burbuja era conocida por su capacidad de embellecerlo todo con palabras suaves como caramelo, aunque detrás de cada una de sus promesas siempre se escondía un vacío más grande que el anterior. Su vestido, confeccionado con papel de regalo reciclado, crujía con cada movimiento, y su corona de espumillón brillaba tanto como su sonrisa, siempre lista para decir lo que cada uno deseaba escuchar.


Los invitados eran un desfile de personajes singulares, cada uno más extraño que el anterior. Don Ciempies, un hombre con demasiados zapatos, caminaba torpemente por el salón, convencido de que mientras moviera los pies nadie notaría que tenía dos izquierdos. Estaba también Doña Avestruz, quien llevaba un gorro tan grande que cubría completamente su cara, para no ver “las cosas desagradables”, como ella decía. Y cómo olvidar a Sir Humo, el cronista del pueblo, que siempre llevaba consigo una libreta donde escribía los relatos más increíbles, aunque todos sabían que nunca había sucedido nada de lo que contaba.


La velada comenzó con la llegada de un inmenso pavo decorado con bolas de Navidad, al que la Gran Burbuja anunció como “el plato más jugoso jamás servido”. Sin embargo, al primer corte, el pavo resultó estar relleno de nada más que aire. “Es una innovación culinaria”, explicó la anfitriona con una sonrisa tan amplia que parecía partirse en dos. Todos los asistentes aplaudieron frenéticamente, fingiendo no notar el olor a fraude que llenaba el salón.


Mientras tanto, en un rincón oscuro del banquete, un niño, al que todos llamaban El Candil, observaba la escena con una mirada afilada. “Pero si el pavo está vacío”, dijo en voz alta, rompiendo el hechizo de la música navideña. Los presentes se giraron hacia él con horror. “¡Qué falta de espíritu navideño!”, exclamó Doña Avestruz, hundiendo su cabeza aún más bajo su gorro. Sir Humo intentó distraer al público leyendo un poema improvisado sobre lo generosa y resplandeciente que era la Gran Burbuja.


En ese momento, la Gran Burbuja, molesta por el murmullo incómodo que había generado el niño, tomó la palabra. “¡Amigos míos!”, dijo, elevándose unos centímetros sobre el suelo, “¡esta es una noche para celebrar lo que somos! ¡No dejemos que pequeños detalles insignificantes empañen nuestro espíritu navideño!”. Y así, con una gran risotada que resonó como un cascabel roto, logró que todos volvieran a brindar y bailar, cerrando los ojos, una vez más, ante lo evidente.


El clímax de la noche llegó con el intercambio de regalos, donde cada paquete, cuidadosamente envuelto, contenía promesas imposibles: un frasco con “éxito instantáneo”, una caja con “verdades convenientes” y un paquete titulado “fama eterna”. Nadie se atrevió a abrirlos, pero todos se miraban entre ellos fingiendo estar profundamente agradecidos.


Al final de la velada, mientras los fuegos fatuos iluminaban el cielo, la Gran Burbuja se despidió con un mensaje melodramático: “Amigos, este ha sido el mejor año de nuestras vidas. Todo ha sido perfecto gracias a nuestra unidad y fe en… mí”. Y con un fuerte estallido, la Burbuja explotó, cubriendo a todos con una lluvia de confeti dorado. Los invitados aplaudieron, como si esa explosión fuera parte del espectáculo.


El niño Candil se quedó en silencio mientras los demás seguían celebrando. Miró al cielo, ahora vacío, y murmuró con una sonrisa irónica: “Feliz Navidad”.


Y así terminó otro año en el pueblo de los Fuegos Fatuos, donde la verdad siempre era opcional y las mentiras brillaban más que las estrellas del árbol.


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