Era la víspera de Navidad, y el pueblo de Villatriste se preparaba para la gran celebración. Las calles estaban adornadas con luces parpadeantes que parecían más sinceras que los abrazos de algunos de sus habitantes. En el centro de la plaza, un enorme árbol de Navidad se erguía, repleto de adornos brillantes y un ángel en la cima que lucía casi tan deslumbrante como la verdad que se escondía entre los habitantes del lugar.
En medio de la algarabía, se encontraba el Sr. Lúcido, un hombre que, a pesar de su nombre, tenía la habilidad excepcional de confundir lo evidente con lo ilusorio. Con un sombrero de copa y una bufanda de colores chillones, movía sus brazos como si dirigiera una orquesta invisible, mientras proclamaba: “¡Bienvenidos, amigos, a la celebración de la Verdad! O al menos, de la verdad que podemos tolerar”.
Los ciudadanos, con ojos brillantes y corazones dispuestos, lo rodeaban, ignorando las sombras que se cernían sobre sus propias conciencias. Entre ellos, la Sra. Omitida, cuya especialidad era ignorar lo que no le convenía, se acercó con una bandeja de galletas que, según ella, eran el mejor regalo que se podía encontrar en la época. “He hecho estas galletas con amor y un poco de magia”, dijo con una sonrisa que dejaba entrever más de un secreto oculto.
“¿Magia?”, preguntó un niño con grandes ojos, incapaz de comprender cómo las galletas podían ser mágicas si eran, en realidad, un producto de su confusión culinaria. “Sí, magia. ¡La magia de no tener que decir la verdad sobre los ingredientes!”, respondió la Sra. Omitida con un guiño, mientras los demás se reían, cerrando los ojos ante la posibilidad de una revelación.
En un rincón de la plaza, el Señor Adivino, conocido por sus predicciones fallidas, se ofrecía a leer las cartas a quienes se atrevían a escuchar. “Esta Navidad traerá abundancia de felicidad… o al menos, de ilusiones”, decía, mientras giraba sus cartas con un gesto teatral. “¿Y qué hay de la verdad, querido amigo?”, preguntó un anciano con cara de incredulidad. “La verdad es como un regalo que a veces olvidamos abrir”, contestó el Señor Adivino, ignorando las miradas incrédulas.
Por otro lado, la Señora Risa, la comediante del pueblo, se encargaba de entretener a los presentes con chistes que hacían eco de las contradicciones del propio festival. “¿Qué es lo que más brilla en Navidad? ¡Las sonrisas de aquellos que saben que todo es una farsa!”, exclamaba, mientras los asistentes reían, sin poder evitar la incomodidad que sus palabras generaban. Pero nadie quería pensar demasiado, así que aplaudían, cerrando los ojos a la ironía.
Mientras tanto, la Sra. Tentadora, conocida por su habilidad para desviar la atención de cualquier verdad incómoda, se movía entre los asistentes como un pez en el agua. Con un vestido rojo que brillaba tanto como las luces del árbol, susurraba palabras dulces y promesas vacías a los caballeros presentes. “¿Por qué ser fiel a una sola verdad cuando hay tantas por explorar?”, decía con una risa encantadora. Nadie cuestionaba su actitud, pues la atmósfera festiva parecía permitir todo tipo de licencias.
Un grupo de mujeres se reunió a su alrededor, embelesadas por su carisma. “¡Ay, querida! Si supieras cuántas veces he tenido que hacer malabares con mis verdades”, confesó una de ellas, mientras sus amigas asentían, riendo. “Pero a veces, una aventura es el mejor regalo de Navidad”, añadió otra, guiñando un ojo. Las risas resonaron en la plaza, y la Sra. Omitida se unió a la conversación, cegándose a las implicaciones de sus palabras.
En medio de las risas y los brindis, un pequeño pajarito se posó en la cima del árbol. “¿Por qué no cantas algo verdadero?”, le gritó un niño. “Porque la verdad es demasiado pesada”, respondió el pajarito, “y aquí todos prefieren un villancico a la realidad”.
Finalmente, mientras las campanas sonaban y las luces titilaban con un aire de festividad, el Sr. Lúcido se dirigió a la multitud: “¡Feliz Navidad, amigos! Que la ilusión nos acompañe, y que siempre cerremos los ojos ante la verdad, porque vivir en un cuento de hadas es mucho más divertido”.
Los habitantes aplaudieron, y entre risas y abrazos, brindaron por una Navidad llena de mentiras adorables y verdades ignoradas. Así, en Villatriste, la alegría reinaba, mientras la verdad se escondía detrás de un árbol brillante, esperando a ser descubierta… aunque, quizás, prefería permanecer en la sombra.
Así que, con una sonrisa irónica, ¡Feliz Navidad a todos! Que la magia de la ceguera voluntaria les acompañe, mientras celebran en un mundo donde la ilusión es la única verdad que vale la pena recordar.
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