domingo, 29 de diciembre de 2024

Sillas Vacías


La mesa está servida, como cada Nochebuena, y Año Nuevo. El pernil en su punto de horneado, la ensalada de pollo que tanto le gustaba a mamá, el pan de jamón. Todo está en su lugar, excepto ellos. Las sillas vacías gritan su ausencia con un silencio ensordecedor que ni siquiera los villancicos de fondo logran acallar. 

Miré las sillas vacías, cada una con una historia distinta, cada ausencia con un eco propio. No hay nadie cerca de la mesa de cristal, no hay bulla, no hay felicidad, pero sí mucha nostalgia. No hubo regalos de Navidad , una ausencias producto de que emigraron, otras por aquellos que partieron que al viaje eterno y otra la ausencia por la distancia que produce el orgullo.


Me encuentro contemplando estos espacios vacíos, y no puedo evitar que los pensamientos me asalten como olas en una noche de tormenta. ¿Cuándo dejamos que las diferencias fueran más importantes que los abrazos? ¿En qué momento el orgullo se volvió más pesado que el amor? Miro las fotos viejas en la pared, aquellas donde todos sonreímos sin esfuerzo, donde las sillas rebosaban de presencias y las discusiones terminaban en risas.


La crisis del país nos golpeó como un huracán, dispersándonos como hojas al viento. Algunos volaron lejos buscando horizontes más prometedores, otros se atrincheraron en sus posiciones, y algunos, como papá, mamá, emprendieron un viaje del que no hay retorno. Pero lo más doloroso no son las ausencias forzadas, sino aquellas que elegimos, los silencios que construimos, las distancias que cultivamos mientras había tiempo de acortarlas.


Las diferencias, alimentadas por discusiones sobre política y lo que cada uno creía ser lo correcto para el país, habían levantado un muro que ninguna llamada ni mensaje lograban derribar. Las sillas vacías no tenían justificación más que la indiferencia, y eso la hacía más dolorosa. 


El país nos había fracturado. No solo como sociedad, sino como familia. La crisis nos obligó a tomar decisiones que nos distanciaron físicamente y, en algunos casos, emocionalmente. Pero, ¿era justo culpar solo a la política? A veces me preguntaba si, incluso en un mundo perfecto, habríamos sabido cuidarnos mejor.


Cada Navidad, mientras preparo la mesa, me prometo que si algún día soy yo quien falte, no quiero ser recordado con lágrimas ni lamentos. No quiero que mi silla vacía sea un monumento al dolor. Prefiero que recuerden las risas que compartimos, los abrazos que no negué, las veces que elegí el amor por encima del orgullo. Porque al final, eso es lo único que importa: no las batallas que ganamos, sino los puentes que construimos. Sé que eso solo lo genera mi imaginación. Ya no hay mesa en mi mesa, estoy solo, y así volaré. Ya no habrá silla vacía, la mesa se nos escapó. 


La mesa imaginaria está servida, y aunque las ausencias pesan, también nos recuerdan lo precioso que es el tiempo que tenemos con quienes aún están. Quizás el verdadero espíritu navideño no está en las reuniones perfectas, sino en aprender a valorar cada momento, en tender manos sobre los abismos que nos separan, en mantener viva la esperanza de que algún día, todas las sillas volverán a estar ocupadas. Ya no será igual. 


"¿Qué es la familia?", me pregunté en silencio mientras observaba las luces de Navidad reflejarse en mi copa. ¿Es acaso solo compartir una sangre o un apellido? ¿O es un pacto tácito de amor y lealtad que a veces rompemos sin darnos cuenta? ¿Por qué esperamos hasta las ausencias para valorar las presencias?

Un nudo me apretó la garganta. Pensé en cómo las palabras no dichas y los abrazos retenidos pesan más que cualquier regalo olvidado bajo el árbol. Y me hice una promesa: no quiero ser otra ausencia que lamenten cuando sea tarde.


Si algún día mi silla queda vacia, que no sea recordada con lágrimas, sino con risas, con historias de cómo aprendimos a cuidar los unos de los otros antes de que el tiempo nos arrebatara la oportunidad.


La Navidad es un recordatorio de lo efímeros que somos, de cómo las luces que hoy brillan pueden apagarse mañana. Por eso, levanté mi copa hacia las sillas vacías, como quien hace un brindis al viento, y susurré: brindo por los que están lejos pero cerca del corazón, por los que ya no están pero viven en nuestros recuerdos, y especialmente por aquellos que, pudiendo estar, han olvidado el camino a casa. Porque la mesa siempre estará puesta, esperando el día en que el amor sea más fuerte que las distancias, las diferencias y hasta el tiempo mismo.


PD. Las lágrimas no me dejan escribir, venir aquí ha sido darme cuenta lo que alguien una vez me dijo, estás solo y qué razón tenía. Hoy bajo la tutela de mi Dios he de seguir hasta que él disponga lo contrario. 

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