Por: Ricardo Abud
Había una vez una Camaleona que nunca fue realmente dueña de sus colores.
Ella no cambiaba de piel para protegerse, como harían sus hermanas más sensatas en la jungla; lo hacía por deporte, por diversión, por ver hasta dónde llegaba antes de que alguien notara su trampa.El Faro la había conocido cuando ella brillaba en un tono cálido, casi dorado, prometiendo ser su guía. “No te preocupes”, le dijo, “mi color nunca cambia cuando estoy contigo”. El Faro, eterno en su constancia, iluminó su camino con confianza, proyectando su luz hacia los rincones más oscuros, creyendo que juntos crearían algo genuino, algo que mereciera la pena mirar desde la distancia.
Pero la Camaleona tenía un secreto: cada vez que el Faro parpadeaba, aunque fuera un segundo, ella tomaba un color nuevo, probándolo frente al Espejo Roto.
El Espejo Roto estaba siempre ahí, observando desde un rincón polvoriento, con su superficie fragmentada reflejando mil versiones de la Camaleona. “Qué astuta eres”, le decía en tono ácido. “Mírate, tan hábil, tan… multifacética. ¿Cuántos colores llevas hoy? ¿Y cuántos dejarás mañana?”
La Camaleona sonreía, encantada con sus propios juegos. “El Faro no entiende la belleza de lo impredecible”, replicaba, “pero tú, viejo y roto, sí que sabes apreciar el arte del caos.”
El Faro, mientras tanto, seguía iluminando, ajeno al espectáculo que se gestaba tras él. Hasta que un día, un destello fuera de lugar, una sombra extraña, lo hizo girar su mirada hacia el Espejo Roto. Y ahí la vio: la Camaleona no era ni dorada, ni verde, ni azul, sino una amalgama de colores que no parecían pertenecerle, bailando entre los cristales rotos como una obra de arte… o un accidente.
“¿Qué es esto?”, preguntó el Faro, su luz tambaleándose.
La Camaleona sonrió, pero esta vez con la clase de sonrisa que solo usan los que ya no tienen excusas. “Soy yo, querido. Siempre he sido yo.”
El Faro, que había pasado toda su existencia creyendo que su luz era suficiente para guiar a cualquiera, se dio cuenta de que algunos simplemente no querían un camino iluminado. Ellos preferían perderse, cambiar, jugar con sus propios reflejos en superficies rotas.
Y así, el Faro apagó su luz por primera vez. Se quedó en silencio, no por rabia ni tristeza, sino por cansancio. Ya no era su trabajo brillar por alguien que nunca había buscado el norte.
El Espejo Roto, siempre observador, lanzó una risa seca. “Te lo dije, Faro. Algunos solo saben bailar entre fragmentos.”
“Y algunos solo saben observar desde la distancia,” replicó el Faro, encendiéndose de nuevo, esta vez con una luz más cálida, más para él mismo que para nadie más.
La Camaleona se fue entonces a buscar otros paisajes, otros Espejos Rotos que la adularan, otros Faros que parpadearan lo suficiente para que ella pudiera jugar sin ser vista.
Pero el Faro permaneció, iluminando el mar, esperando que, en su luz, alguien más digno encontrara su camino.
Y el Espejo Roto… bueno, ahí sigue, esperando al próximo espectáculo. Porque incluso en su cinismo, nunca puede resistirse a mirar.
Moraleja:
No importa cuánto brilles o cuántos reflejos alguien muestre; quienes no saben valorar lo auténtico siempre buscarán jugar entre sombras y espejos rotos. A veces, el verdadero triunfo no está en tratar de salvar al camaleón, sino en aprender a enfocar tu luz hacia donde realmente importa: hacia ti mismo.
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