Por: Ricardo Abud
Pareciera que el amor, ese sentimiento tan humano, complejo y fundamental en nuestras vidas, está en crisis. Y no es una crisis cualquiera, de esas que se resuelven con un poco de esfuerzo y comunicación.
Lo que vemos hoy es un diagnóstico sombrío, pero inquietantemente preciso, sobre cómo nuestras relaciones más íntimas están siendo moldeadas, e incluso amenazadas, por la era digital. La pregunta que flota en el aire es escalofriante: ¿será que el amor comprometido y duradero, tal como lo conocemos, se está convirtiendo en una reliquia del pasado, no por una evolución natural, sino por un diseño intrínseco del sistema en el que vivimos?Para entender esta encrucijada, es crucial hablar del "tecnofeudalismo". Olvídate de los viejos señores con castillos y tierras. Las corporaciones tecnológicas son los nuevos amos, y su dominio no se limita a los datos. Controlan el flujo de nuestra atención, y con ello, nuestras emociones y deseos. Su objetivo principal es la monetización del engagement, es decir, mantenernos pegados a las pantallas, interactuando, consumiendo. Y en este juego, la intimidad profunda, esa que requiere tiempo y dedicación, se convierte en un estorbo.
Piensa en ello: ¿por qué, a veces, nos resulta más fácil perdernos en un scroll infinito de TikTok que tener una conversación significativa con nuestra pareja? No es un capricho. Es la consecuencia directa de un diseño algorítmico que busca optimizar la liberación de dopamina en nuestro cerebro. La inmediatez digital se vuelve más "gratificante" que la complejidad de la interacción humana real. Las relaciones, entonces, se transforman en "contenido", sujetas a la lógica de la exhibición y la comparación, generando una insatisfacción constante que las vuelve frágiles. Las llamadas "microinfidelidades digitales" son solo un síntoma, una traición normalizada e incluso incentivada por la constante disponibilidad de "opciones" y la fluidez de las interacciones en línea. Al igual que el capitalismo industrial alienó al trabajador de su producción, el tecnofeudalismo nos está alienando de nuestros propios vínculos afectivos.
El "individualismo radical" que observamos hoy va mucho más allá de la autonomía o la autorrealización. Es una versión patológica donde el "otro" es percibido como un freno o una carga para el desarrollo del "yo". Se nos vende la idea de una "autosuficiencia emocional" distorsionada, negando la interdependencia inherente al ser humano. Nos bombardean con frases como "nadie te completa", cuando la realidad biológica y psicológica es que somos seres gregarios, incompletos sin el otro. Necesitamos conexión.
En este panorama, el compromiso se percibe como una jaula. En un mundo donde todo es efímero —trabajos, suscripciones, productos—, la idea de un "para siempre" se vuelve incomprensible e incluso amenazante. La "tiranía de la elección" en las aplicaciones de citas, con su ilusión de un sinfín de opciones, genera una parálisis por análisis. Si siempre hay un perfil "mejor" a un swipe de distancia, ¿por qué invertir emocionalmente en una sola persona? El dato de un estudio de Stanford, que revela la corta duración de las relaciones en Tinder y la mayor exigencia, es una cruda evidencia de cómo la abundancia digital, paradójicamente, empobrece el compromiso.
Podría sonar a teoría de la conspiración, pero la influencia de ciertos "lobbies" que promueven modelos relacionales a través del mainstream es una realidad innegable de la ingeniería cultural. No se trata de un complot secreto, sino de la confluencia natural entre los intereses de la industria del entretenimiento y el mercado digital. Series, películas y narrativas mediáticas glorifican relaciones "líquidas", poliamorosas o la hookup culture, a menudo omitiendo las complejidades emocionales, los celos y las heridas que tales dinámicas pueden generar.
El "capitalismo rosa" o la "mercantilización de la identidad" son manifestaciones claras de cómo movimientos legítimos de liberación (como el woke o LGBTQ+) son vaciados de su contenido político y convertidos en estilos de vida consumibles. Si la identidad se vuelve una "marca" que se exhibe en redes, se fomenta una "autenticidad performativa" que dificulta la intimidad genuina. La paradoja es devastadora: mientras se predica la diversidad, los algoritmos homogenizan los deseos y los ideales de belleza y relación, empujándonos hacia modelos prefabricados.
El panorama, lo admitimos, es desolador. Pero reconocer el problema es el primer paso. La "resistencia afectiva" se vuelve, en este sentido, un acto político fundamental. No se trata de rechazar la tecnología per se, sino de desobedecer sus algoritmos y reapropiarnos de nuestra atención y nuestro deseo.
Propuestas como las "huelgas de atención" o el consumo de "nuevos relatos" que celebren el "amor slow" son cruciales. También es necesaria la implementación de políticas anti-tecnofeudales que regulen los algoritmos y los dark patterns, reconociendo que el amor y la salud mental son bienes comunes que necesitan ser protegidos de la voracidad extractiva de las Big Tech.
En última instancia, el amor no está muriendo por sí solo; está siendo asfixiado por un sistema que nos quiere aislados, hiperconectados y, paradójicamente, profundamente solos. La verdadera resistencia implica rechazar el fast love, aceptar que el amor es un proyecto lento que madura con el tiempo, y reconstruir lo común. El amor auténtico es un acto de rebelión colectiva contra un mundo que nos programa para el consumo y la desconexión. La batalla por la intimidad es, en el fondo, una batalla por la humanidad misma. Apagar el teléfono y mirar a los ojos del otro podría ser el acto revolucionario más significativo de nuestra era.
¿Estamos listos para esta revolución afectiva?
Y eso, al final, ya no es tu carga.
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