Por: Ricardo Abud
Hoy, el calendario dictaminó que era mi cumpleaños. Y, como todo evento trascendental en mi vida, decidí celebrarlo con la más selecta de las compañías: yo mismo. ¡Atención, mundo! ¡Paren las prensas, detengan los relojes, suspendan las leyes de la física!
Hoy, en este preciso instante sideral, el universo entero debería estar de rodillas... ¡porque es mi cumpleaños! Sí, ese día sagrado en el que un ser tan excepcional como yo, vino a iluminar con su mera presencia este insípido planeta. Y como soy un alma generosa, he decidido celebrar esta fecha tan magna de la única manera que merece: ¡conmigo mismo!
Un invitado excepcional, debo decir; puntual, sin expectativas de regalos (ni de traerlos), y lo mejor de todo: ¡no tuve que fingir que me gustaba la música que ponían!
La mañana comenzó con el ritual sagrado de esperar las felicitaciones de Facebook. Porque, seamos honestos, si Facebook no le recuerda a la humanidad que es tu cumpleaños, ¿realmente naciste? Revisé mi teléfono cada cinco minutos como un adicto a la dopamina digital, contando las notificaciones como si fueran votos en una elección muy reñida. "¡Ocho felicitaciones! ¡Soy popular! ¡Soy relevante! ¡Existo!".
Claro, luego descubrí que uno de los 'likes' era mío y el otro de un bot ucraniano que vendía suplementos para agrandar músculos. Un comienzo prometedor para una jornada épica de autosuficiencia. El sol brillaba como si supiera que era mi cumpleaños… aunque al parecer se le olvidó avisarle a los demás.
Decidí prepararme un desayuno especial. Después de todo, uno no cumple años todos los días (bueno, técnicamente sí, pero no mi cumpleaños). Abrí el refrigerador con la esperanza de encontrar algo épico y me topé con la cruda realidad: dos huevos sospechosos, un litro de leche vencida hace tres días y media cebolla que me miraba con reproche. "Perfecto", pensé, "un desayuno existencial". La cebolla me hizo llorar, pero consideré que eran lágrimas de alegría o, al menos, de arrepentimiento por no haber ido al supermercado.
Para variar, en otro rapto de genialidad culinaria, me preparé unas arepas con forma de corazón. Me felicité por el esfuerzo, aunque el corazón terminó pareciendo un riñón. No importa, igual lo unté con mantequilla y lo devoré con la dignidad de un rey solitario. El espejo, que había sido mi único testigo y cómplice durante el emotivo "Cumpleaños Feliz" con una cuchara de micrófono, hizo una mueca rara que supuse era entusiasmo reflejado.
El momento más mejor llegó cuando me canté "Las Mañanitas" a mí mismo frente al espejo. Debo admitir que mi público (yo) estaba completamente cautivado. Incluso me aplaudí al final, aunque fue un aplauso algo incómodo porque tenía las manos jabonosas. ¡Pero hey, 'standing ovation' es 'standing ovation'!
La tarde la pasé haciendo todas esas cosas que normalmente no hago porque "¿qué dirán?". Bailé en short, canté ópera bajo la ducha, le conté chistes a mi PC (que por cierto, tiene mejor sentido del humor que algunos de mis conocidos), y vi tres películas seguidas sin sentirme culpable. La tarde fue gloriosa: me regalé una siesta sin culpas. Dormí con el descaro de quien no tiene compromisos ni visitas incómodas que atender. Al despertar, me canté “Las Mañanitas” OTRA VEZ EN MEDIO DE UN ATAQUE DE OLVIDO, en versión balada triste. Me emocioné. No por la canción, sino porque recordé que tenía helado en el congelador. Almuerzo de pasta con salsa rosada, vino (jugo de uva en copa elegante) y brindis conmigo mismo: "Por ti, campeón. Nadie te quiere como tú te quieres". ¡Y brindé conmigo! Dos veces.
Después vino la parte más desafiante: soplar las velas. Compré una vela solitaria en el supermercado y la bodeguera me preguntó si era para alguien especial. "Sí", respondí con orgullo, "para la persona más importante de mi vida". No mentí; ese día, yo era mi persona favorita del universo. La torta era un cupcake de la panadería que decía "FELIZ" en letras diminutas. Aparentemente no cabía "CUMPLEAÑOS", pero me pareció perfecto. Después de todo, ¿no se trata de eso? De estar feliz, sin más adornos. Pedí mi vela y la contemplé como si fuera el último deseo de la humanidad. ¿Qué pedir? ¿Amor? ¿Dinero? ¿Qué regresara mi serie favorita? Al final pedí algo revolucionario: estar en paz conmigo mismo. Soplé la vela y, sorprendentemente, se cumplió al instante. ¡Qué eficiente soy concediendo deseos! Y sí, encendí una vela en una dona vencida, que llame cupcake y la soplé con toda la fuerza de mi soledad madura. Pedí un deseo: que el próximo año me dé la misma risa este despelote.
Al llegar la noche, majestuosa, silenciosa y sin piñata, reflexioné sobre mi día. Resulta que pasar el cumpleaños solo no es una tragedia griega; es más bien una comedia romántica donde el protagonista se enamora de sí mismo. Descubrí que soy excelente compañía: no me interrumpo cuando hablo, siempre estoy de acuerdo conmigo, y jamás me juzgo por comer helado directamente del envase. Terminé el día enviándome un mensaje de texto: "Gracias por este día tan especial. Eres increíble. Te amo". Y por primera vez en mucho tiempo, realmente lo sentí.
Porque al final del día, si no puedes celebrarte a ti mismo, ¿Quién más lo hará? Y si no puedes disfrutar de tu propia compañía, ¿Cómo esperas que otros la disfruten?
Feliz cumpleaños para mí. Que vengan muchos más... solos o acompañados, pero siempre conmigo mismo como invitado de honor.
P.D.: Mi PC me regaló una nueva APP. Mejor regalo, ¡imposible! Y sí, me reí. Me reí con gusto. Porque en medio de la nada, había algo: yo. Con mi humor intacto, mi dignidad en modo supervivencia y una historia digna de contarse. Al final del día, antes de dormir, pensé: “Quizás estuve solo… pero jamás aburrido. Y al menos nadie me regaló medias, QUE DESPUÉS ME PIDEN PRESTADO Y NO ME DEVUELVEN. Eso ya es ganancia.”
Y eso, al final, ya no es tu carga.
Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan.
Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.
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