La Certeza del Adiós: Una Reflexión sobre el Amor y la Pérdida


"Lo más claro que tengo en la vida 

es que yo te lloraré a ti 

o tú me llorarás a mí." 

Geraldo Ortiz


Por Ricardo Abud

Existe una verdad brutal en estas palabras que corta como cristal: en toda relación profunda, en todo amor verdadero, hay una despedida inscrita desde el primer encuentro.

Geraldo, con la sabiduría cruda de quien ha vivido lo suficiente, me regaló esta frase allá, en su querida Tiquicia, no como una amenaza, sino una declaración de ese amor que se disfraza de melancolía.

Prometemos eternidad cuando juramos amor, pero la única eternidad real es la certeza de que alguien se irá primero. Esta no es una reflexión pesimista, sino la más honesta de las declaraciones. "Te amo tanto que ya sé que tu partida será mi dolor más profundo, o mi partida será el tuyo". En estas palabras resuena la experiencia de generaciones que han amado sabiendo que amar es, inevitablemente, prepararse para la pérdida. No hay amor sin vulnerabilidad, no hay entrega sin riesgo. Geraldo nos recuerda que amar profundamente es aceptar que el dolor forma parte del contrato.

¿Qué clase de amor es capaz de pronunciar en voz alta lo que todos sabemos pero callamos? Un amor maduro, despojado de las ilusiones juveniles de la inmortalidad compartida, desde esa primera vez cuando nos conocimos en Moscú, en nuestra Alma Mater. Es el amor de quien ha aprendido que la vida no negocia, que el tiempo no hace excepciones, que la muerte no distingue entre justos y pecadores. Esta lucidez no debilita el amor, lo intensifica. Cuando sabemos que los días están contados, cada momento juntos se vuelve sagrado. Cada risa compartida, cada discusión reconciliada, cada silencio cómplice adquiere el peso de lo irrepetible. No es una apuesta, es una realidad intrínseca en todo aquel que siente, que quiere y que ama. Porque quien ama, inevitablemente, se enfrenta al riesgo más alto de todos: la pérdida.

Vivimos entre certezas prestadas, tratando de organizar el caos de la existencia con horarios, planes, rutinas y contratos. Pero hay una certeza que no admite aplazamientos ni negociaciones: si hay amor, habrá duelo. Si hay vínculo, habrá despedida. No por falta de cariño, sino porque la vida es finita y nadie sale indemne del amor profundo.

La frase de Geraldo no es pesimista, es honesta. No busca amargar, sino recordarnos que estamos hechos de vínculos. Y que los vínculos, si son verdaderos, duelen. No porque sean una cadena, sino porque son la prueba más clara de que no somos islas. Que nos tocamos, que nos elegimos, que dejamos huella.

"Yo te lloraré a ti o tú me llorarás a mí" establece una simetría perfecta en la tragedia. No importa el estatus, la edad, la salud, la fortaleza aparente. La muerte es democrática en su inevitabilidad, y el dolor de la pérdida no distingue entre quien se va y quien se queda. Ambos roles requieren el mismo coraje: el de amar sabiendo que se perderá. Es curioso cómo esta frase encierra tanto una amenaza como una promesa. La amenaza de la pérdida inevitable, pero también la promesa de que el amor será tan profundo que merecerá lágrimas, que la huella dejada será tan honda que la ausencia se sentirá como herida.

Geraldo nos invita a amar con los ojos abiertos, sin las vendas de la negación que nos hacen creer que nuestro amor será la excepción a la regla universal de la finitud. Es el coraje de quien elige invertir completamente en algo que sabe temporal, como el jardinero que siembra flores sabiendo que el invierno llegará. Este amor consciente de su mortalidad no es menos por ser finito, es más intenso, más auténtico, más valioso precisamente por su fragilidad. Como una copa de cristal que se vuelve más preciosa porque puede romperse, el amor que reconoce su vulnerabilidad se vuelve más sagrado.

Pensar en que vamos a llorar a alguien (o que alguien nos llorará) no es morboso, es sabio. Es poner en perspectiva el milagro cotidiano de los afectos. Es entender que cada conversación banal, cada café compartido, cada rutina repetida con quien amamos, es una joya en peligro de extinción.

Y saber eso no paraliza: despierta. Nos llama a cuidar mejor. A no dejar para después el abrazo. A no dar por sentado al otro. A no tragarnos las palabras dulces. A entender que el amor es, por esencia, un acto temporal y eterno a la vez. Eterno en lo que deja, temporal en su forma visible.

Quizás por eso llorar no es una señal de debilidad, sino una extensión del amor. Cuando lloramos a alguien, no estamos solo tristes por su ausencia. Estamos honrando su presencia. Estamos diciendo: “Tú fuiste parte de mí. Y ahora que no estás, me falta un pedazo”.

Llorar, en ese sentido, es firmar la última parte del contrato del amor. Es decir: “Estuve contigo. Te quise. Y tu partida me transforma.” Y eso es lo más claro que uno puede tener en la vida. Un recordatorio para los que aún estamos.

Geraldo lo dijo como si supiera que hay cosas que no pueden evitarse, pero sí merecen ser vividas con intensidad y conciencia. Porque saber que lloraremos no nos quita el deseo de amar; al contrario, nos obliga a amar mejor, con los pies en la tierra y el alma en alto.

Tal vez, después de todo, se trata de eso: de vivir sabiendo que cada vínculo es una obra en construcción y una pérdida en potencia. Que cada amor lleva en su vientre una lágrima futura. Pero también una historia luminosa, única, irrepetible.

Y cuando llegue el día —porque llegará— en que uno de los dos ya no esté, el otro llorará. Sí. Pero también sonreirá, alguna vez, recordando que valió la pena.

En un mundo que nos vende eternidades imposibles y felicidades perpetuas, las palabras de Geraldo suenan como una campana que nos devuelve a tierra. Nos recuerdan que la belleza más profunda a menudo viene acompañada de melancolía, que las verdades más importantes son las que duelen al decirse. Hay algo liberador en esta aceptación. Al reconocer la inevitabilidad de la pérdida, nos liberamos del miedo paralizante a ella. Podemos amar plenamente porque ya hemos hecho las paces con el dolor futuro. Es la libertad que viene de haber tocado fondo en la reflexión y encontrar, en esa profundidad, no desesperación sino una extraña forma de paz.

Cuando alguien dice "yo te lloraré", está prometiendo memoria, está garantizando que la ausencia tendrá testigos, que el amor no morirá con quien se va. Las lágrimas se vuelven así el último acto de amor, la prueba final de que valió la pena cada momento compartido. En estas palabras de Geraldo encontramos no el fin del amor, sino su definición más pura: amar es aceptar llorar, es elegir la vulnerabilidad sobre la indiferencia, es preferir el dolor de la pérdida al vacío de nunca haber tenido.

Porque al final, lo más claro que tenemos en la vida no es solo que alguien llorará, sino que ese llanto será la medida exacta de cuánto amor hubo, la prueba irrefutable de que, por un tiempo, fuimos capaces de hacer que la eternidad cupiera en lo temporal, que lo infinito se manifestara en lo finito. Porque lo más claro que podemos tener en la vida, no es solo que lloraremos… sino que ese llanto habrá nacido del amor más honesto que fuimos capaces de dar. Y quizás esa sea la verdadera victoria: no evitar las lágrimas, sino merecerlas.


Y eso, al final, ya no es tu carga. 

 Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan. 
Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.

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