Por: Ricardo Abud
Crecimos con la firme convicción de que algún día, en un momento épico de la historia, Estados Unidos haría lo que mejor sabe hacer: invadir. Cuba era el blanco perfecto, tan cerca que prácticamente podían llegar nadando desde Key West.
Durante décadas, nos preparamos para el gran momento: construimos búnkeres, entrenamos milicias, aprendimos a hacer cócteles molotov con ron añejo y nos acostumbramos a mirar al horizonte esperando ver paracaídas gringos descendiendo como confeti patriótico.
El abuelo se afeitaba cada domingo "por si había que recibir al enemigo con decoro", y la abuela tenía guardado un café especial "pa' cuando cayera el imperialismo". Hasta la radio tenía una frecuencia dedicada al rumor: “Se dice que ya están en Guantánamo… pero de ahí no pasan”. Las canciones de la radio hablaban de resistencia, los libros de texto glorificaban la defensa de la patria, y cada niño soñaba con ser el próximo héroe que, con un machete en mano, repelería al invasor. La expectativa era tan palpable que casi podíamos oler el chicle de menta de los soldados yanquis.
Pero los años pasaron, los marines nunca llegaron, y el único desembarco que vimos fue el del pollo por pescado y el del pan por promesa. Las pancartas anti-imperialistas, perfectamente plastificadas, comenzaron a amarillear. Los discursos de resistencia, memorizados hasta la última coma, se volvieron monólogos para las paredes. Era como prepararse para una fiesta sorpresa donde el homenajeado decide quedarse en casa viendo Netflix.
Entonces ocurrió lo impensable: ¡la invasión fue al revés!
Cansados de esperar al enemigo, los cubanos decidieron ir a buscarlo personalmente. No llegaron con tanques ni aviones de combate, llegaron con balsas hechas de neumáticos, la fe inquebrantable en San Lázaro y el sueño americano bajo el brazo. Invadieron Miami primero, luego Tampa, después Orlando, y cuando menos se dieron cuenta, ya había más cubanos en Florida que flamencos rosados. Cada esquina se llenó del aroma a café colado y el sonido de las fichas de dominó. Las barberías se volvieron centros de debate político y los patios traseros, campos de béisbol improvisados. Aparecieron avisos en los negocios donde textualmente podías leer “ Se habla Inglés”, por si algún día pasará por el negocio algún nativo. Y no fueron solos: los venezolanos, con más petróleo que paciencia y más memes que medicinas, se sumaron al tour. No venían armados con fusiles ni cañones, sino con maletas Samsonite llenas de ropa de marca falsa, diplomas vencidos y unas ganas intensas de que les sellaran el pasaporte con "Asilo aprobado".
No queriendo quedarse atrás en esta nueva modalidad de conquista pacífica, los venezolanos decidieron unirse a la causa con un enfoque aún más épico. "Si los cubanos pueden hacerlo flotando, nosotros lo haremos caminando", dijeron mientras empacaban sus arepas, su aceite de coco como armas de seducción masiva y una colección de chistes que harían reír hasta a un cactus. Pero estos valientes guerreros del sabor no tomaron la ruta fácil, no señor. Decidieron conquistar América atravesando el legendario Tapón del Darién, esa selva que ni los conquistadores españoles se atrevieron a cruzar completamente, y que hasta los narcotraficantes pensaban dos veces antes de pisar.
Imaginen la escena: caravanas de venezolanos marchando a través de la jungla más peligrosa del continente, no con machetes y brújulas, sino con ollas de aluminio para hacer sancocho en el camino, cornetas para anunciar su llegada y un entusiasmo que desafiaba la lógica.
Convirtieron la travesía más temida de América en una especie de reality show gastronómico extremo. Mientras otros exploradores se perdían en la selva, ellos la conquistaban con hallacas envueltas en plástico, la inconfundible bandera tricolor ondeando en la mochila más grande, y la indestructible capacidad venezolana de hacer chiste hasta en los momentos más dramáticos.
El Darién, que había sido el terror de aventureros durante siglos, de repente se llenó de puestos improvisados de tequeños, el aroma a guiso de carne y el sonido de "Moliendo Café" resonando entre los árboles. Los coyotes locales no sabían si cobrar por el cruce o pedir la receta del pabellón. Los jaguares, confundidos por el aroma del sofrito y el reguetón que salía de los celulares, dejaron de ser depredadores para convertirse en curiosos espectadores de esta invasión culinaria, esperando una probadita de la arepa.
La noticia corrió como pólvora: "Los venezolanos no solo están cruzando el Darién, lo están domesticando". Llegaron como una avalancha caribeña que había caminado medio continente, armados con el poder letal del queso guayanés, la capacidad sobrehumana de hacer cola durante horas sin perder la sonrisa, y ahora, con la credencial adicional de haber convertido la selva más impenetrable de América en su patio trasero.
El resultado fue espectacular. Estados Unidos, que había sobrevivido a Pearl Harbor, al 11 de septiembre y a la crisis de los misiles cubanos, fue derrotado por algo mucho más poderoso: la capacidad latina de hacer que cualquier lugar se sienta como casa, incluso un Walmart en Ohio. Los supermercados comenzaron a sonar bachata, los restaurantes empezaron a servir moros y cristianos como plato principal, y de repente todos los gringos sabían qué significaba "mi amor", "qué tal" y cómo pedir un "cafecito con leche" sin tartamudear. La invasión fue tan exitosa que los propios estadounidenses no se dieron cuenta hasta que era demasiado tarde.
Y así un día despertaron y descubriendo que sus hijos hablaban spanglish, que el café americano había sido reemplazado por “Negrito fuerte” SIN ALUCIONES OBSENAS, y que ya no podían imaginar un domingo sin dominó en el parque o una fiesta sin un perreo intenso. Los políticos gringos trataron de resistir, lanzando campañas de "America First" y prometiendo construir muros más altos, pero ¿cómo combates contra una fuerza que conquista con plátanos maduros, música que te hace mover las caderas involuntariamente y una capacidad innata para encontrarle el lado positivo a cualquier desgracia?
La ironía es deliciosa: Estados Unidos pasó décadas planeando cómo derrocar gobiernos latinoamericanos y al final fueron los latinoamericanos quienes los derrotaron... culturalmente hablando. No necesitaron la CIA, ni golpes de estado, ni operaciones encubiertas. Solo necesitaron sazón, mucha salsa, una buena dosis de humor negro y esa habilidad única de hacer que hasta el gringo más conservador termine gritando "¡Azúcar!" en una fiesta, con un mojito, o un buen ron o tal vez una Margarita en la mano y bailando al ritmo de Celia Cruz.
Hoy, mientras escribo esto desde mi trinchera en Hialeah (perdón, Miami), no puedo evitar reírme. Nos preparamos para resistir una invasión militar y terminamos siendo los invasores. Nos entrenamos para la guerra y ganamos con la gastronomía. Pensamos que vendríamos como refugiados y terminamos como conquistadores culinarios, estableciendo nuestras propias colonias de sabor y alegría en cada rincón del país.
Al final, la verdadera invasión no fue de tanques ni bombas, sino de tostones, yuca con mojo, arepas y esa capacidad mágica de convertir cualquier reunión en una fiesta que dura hasta las seis de la mañana, con chamas tuneadas bailando merengue y abuelos contando chistes picantes. Estados Unidos quería cambiarnos a nosotros, pero fuimos nosotros quienes los cambiamos a ellos, una arepa a la vez, una bachata a la vez. Y lo mejor de todo es que ni siquiera se dieron cuenta de que habían sido invadidos hasta que ya era demasiado tarde para la contraofensiva. La bandera de las barras y las estrellas ahora ondea junto a la de la arepa y el dominó.
Misión cumplida, compañeros. La revolución llegó, pero no como esperábamos. Llegó con chancletas, arroz con pollo, una lista de Spotify con los mejores éxitos de los 90 y esa sonrisa caribeña que desarma hasta al FBI más severo. Y lo más importante: llegó para quedarse. Ningún superman con brickclean (en español bilclrin) en el cabello podrá detenernos, menos aún el capitán América que actualmente trabaja con el ICE.
Moraleja: Si el enemigo no viene… ¡hazle la visita tú!
Y eso, al final, ya no es tu carga.
Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan.
Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.
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