La Paradoja del Tiempo Vivido


Dedicado a mis hijos y nietos 
que mejores palabras puedo legarles.

Por: Ricardo Abud


Hay frases que nos golpean el alma, deteniéndose en el torbellino diario para contemplar una verdad tan simple como impactante: "Los años que tienes en realidad son los años que ya no tienes".


Esta sentencia máxima  desarma nuestra percepción del tiempo y nos confronta con la naturaleza efímera de la existencia, invitándonos a una reflexión que va más allá de la mera cronología.

Vivimos en una sociedad que celebra la acumulación: acumulamos experiencias, logros, recuerdos, años en nuestro currículum vitae. Cada cumpleaños es una medalla de honor, cada año sumado una conquista que nos hace sentir más completos, más experimentados. Sin embargo, esta perspectiva nos invita a un giro radical, a voltear el espejo de nuestra concepción del tiempo: cada año que celebramos es, de hecho, un año menos en nuestra cuenta regresiva personal. La matemática de la vida es implacable y no admite negociaciones. Si nuestro tiempo en este mundo es, por definición, limitado, cada día que pasa no suma a nuestro haber, sino que se resta de nuestro debe. Es como si viviéramos gastando de una cuenta bancaria que no tiene posibilidad de rellenarse, donde cada transacción nos acerca inexorablemente al saldo cero, a ese punto final que todos conocemos pero que a menudo preferimos ignorar.


Esta revelación puede generar un profundo vértigo, incluso angustia, al confrontarnos con nuestra propia finitud. Pero, paradójicamente, también puede ser profundamente liberadora. Comprender que el tiempo no es un recurso infinito, que cada momento es irrepetible e irremplazable, le confiere a la vida una urgencia hermosa, un valioso conocimiento de su valor. Ya no podemos permitirnos el lujo de la postergación perpetua, de ese cómodo "mañana lo haré" o del ilusorio "cuando tenga tiempo". La juventud, con su inherente ilusión de eternidad, a menudo vive como si tuviera todo el tiempo del mundo, como si la muerte fuera una abstracción distante que solo afecta a otros. Pero la madurez trae consigo una conocimiento más aguda de la finitud, y con ella, una valoración radicalmente distinta del tiempo. No en vano nosotros las personas mayores solemos hablar del tiempo como si fuera arena fina escurriéndose incesantemente entre los dedos.


Sin embargo, este conocimiento de la impermanencia no debe conducir a la desesperación o a la melancolía, sino a la intensidad. Cuando algo es inherentemente limitado, naturalmente lo valoramos más, lo apreciamos con mayor fervor. El diamante es precioso por su rareza y su dificultad para obtenerlo; el tiempo es sagrado precisamente porque es finito, porque cada instante que vivimos es un regalo no renovable. Cada amanecer se convierte en un milagro, en un nuevo regalo; cada conversación profunda en un tesoro invaluable; cada instante de plenitud en una joya irremplazable que debemos atesorar. La paradoja central de esta reflexión es que, cuanto más conscientes somos del tiempo que se va, más presentes y plenos podemos estar en el tiempo que nos queda. La urgencia de la finitud, lejos de paralizarnos, puede transformarse en la intensidad de la presencia. No se trata de vivir con prisa, llenando cada minuto con actividades febriles, sino de vivir con propósito, con consciencia plena, con la atención genuina que merecen estos momentos que, una vez vividos, no volverán.


Tal vez la clave resida en redefinir qué significa verdaderamente "tener" tiempo. No tenemos los años que hemos vivido en el sentido de poseerlos o controlarlos; esos ya pasaron. Pero sí tenemos la profunda huella que han dejado en nosotros. Cada experiencia, cada aprendizaje, cada cicatriz que nos marcó y cada sonrisa que nos iluminó se transforman y se integran en la esencia misma de nuestro ser. En este sentido, los años vividos no se pierden; se metamorfosean en sabiduría acumulada, en la solidez de nuestro carácter, en la rica profundidad de nuestro ser. Los años que nos quedan son, en contraste, los únicos sobre los que tenemos un poder real, una capacidad de acción tangible. No podemos cambiar el pasado, por mucho que lo lamentemos o lo añoremos, ni podemos garantizar el futuro con certeza. Pero sí podemos decidir, aquí y ahora, cómo vivir este momento, esta hora, este día que se nos ha concedido. La consciencia de nuestra mortalidad no es, por lo tanto, una sentencia condenatoria, sino una poderosa invitación a la autenticidad, a la pasión que nos mueve y a la conexión genuina con nosotros mismos y con los demás.


Al final, la sabiduría quizá no esté en negar la cruda realidad del tiempo que se agota, sino en abrazar con serenidad la belleza intrínseca de la impermanencia. Así como las flores son hermosas precisamente porque su esplendor no dura para siempre, nuestra vida adquiere su significado más profundo cuando reconocemos que es un regalo temporal y efímero, una oportunidad única e irrepetible de experimentar, de amar, de crear y de ser. Esta comprensión nos libera para vivir de una manera más plena y significativa.


La próxima vez que alguien te pregunte tu edad, tal vez puedas responder no solo con la cifra de los años que has vivido, sino también con la profunda consciencia de los años que te quedan por vivir. Y quizá, en esa diferencia sutil pero profundamente significativa, encuentres la motivación intrínseca para hacer de cada día una pequeña obra maestra de existencia auténtica, un legado de momentos vividos con intención.


Los años que “tienes” no son los que viviste: esos ya no están. Los que realmente tienes son los que todavía no usaste. Y en ese pequeño cambio de enfoque, puede caber una vida nueva entera.



Aprovéchalos. Con calma. Con coraje. Con ternura.


Porque el tiempo, si se lo mira bien, no es un enemigo. Es una promesa.


Y eso, al final, ya no es tu carga. 


Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan.

Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.


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