Por: Ricardo Abud
Hay momentos en los que el silencio se siente como un eco que rebota dentro del pecho. Momentos en los que la ausencia de voces, de planes, de alguien que nos abrace o nos diga “aquí estoy”, parece convertirse en una especie de castigo invisible.
Desde pequeños nos enseñaron que estar solos es algo que hay que evitar, que la felicidad está en el otro, en la pareja, en el grupo, en el aplauso. Nos programaron para creer que la soledad era sinónimo de vacío, que quien está solo, está incompleto, que si no recibías suficientes "likes", tu vida carecía de valor. Nos programaron para creer que la soledad era el enemigo, cuando en realidad era el maestro que más necesitábamos conocer.
Hemos construido una sociedad que huye desesperadamente del silencio. Llenamos cada minuto libre con ruido, con personas, con distracciones. Scrolleamos sin fin en redes sociales, no por entretenimiento, sino por terror a quedarnos a solas con nuestros pensamientos. Salimos con personas que no nos llenan, solo para no enfrentar el vacío. Buscamos validación externa como si fuera oxígeno, porque nunca nos enseñaron que podíamos respirar por nosotros mismos.
La soledad tiene mala prensa porque confronta. Porque no te distrae, no te disfraza, no te da excusas. Te pone frente a frente con tus heridas, con tus decisiones, con tus vacíos. Y sí, al principio duele. Pero luego, cuando dejas de resistirte, te das cuenta de que no era castigo, era casa. Un hogar al que siempre perteneciste y que olvidaste habitar. Pero ¿qué pasaría si te dijera que has estado corriendo de tu mayor tesoro? Que la soledad no es un castigo que debes evitar, sino un regalo que has rechazado toda tu vida. Que ese espacio silencioso que tanto temes es, en realidad, tu hogar más sagrado.
La soledad verdadera no es ese sentimiento de vacío que experimentas cuando todos se van. Eso es abandono, es carencia, es miedo disfrazado. La soledad auténtica es esa sensación de plenitud que descubres cuando finalmente paras de huir y te sientas contigo mismo. Es ese momento en el que te das cuenta de que no necesitas llenar el silencio porque el silencio te está llenando a ti.
En la soledad aprendes a escuchar esa voz que siempre ha estado ahí, pero que el ruido del mundo había silenciado. Descubres qué te gusta realmente, no lo que crees que debería gustarte. Sanas heridas que ni sabías que tenías. Te perdonas errores que cargabas como piedras en los bolsillos. Te conviertes en tu propio refugio. Cuando aprendes a estar solo, todo cambia. Ya no buscas personas para llenar vacíos, sino para compartir abundancia. No necesitas que alguien te complete porque ya eres entero. No persigues amor desde la desesperación, sino que lo atraes desde la paz. Dejas de ser un mendigo emocional pidiendo migajas de atención, y te conviertes en alguien que tiene tanto que ofrecer que otros se sienten atraídos hacia tu luz.
La diferencia entre quien ha hecho las paces con su soledad y quien la evita es abismal. Uno elige compañía, el otro la necesita. Uno se relaciona desde el amor, el otro desde el miedo. Uno es libre, el otro es prisionero de sus propias carencias. Pero este no es un proceso fácil. Requiere valentía para enfrentar todo lo que has estado evitando. Requiere honestidad para reconocer que tal vez has usado a otras personas como anestesia emocional. Requiere paciencia para aprender a disfrutar tu propia compañía, cuando toda tu vida te dijeron que era algo de lo que escapar.
Al principio, la soledad puede sentirse extraña, incluso incómoda. Es normal. Has pasado tanto tiempo huyendo de ti mismo que ahora te sientes como un extraño en tu propia casa. Pero dale tiempo. Aprende a conocerte como si fueras tu mejor amigo. Descubre qué te hace reír cuando nadie más está mirando. Encuentra qué te conmueve, qué te inspira, qué te hace sentir vivo.
La soledad no es estar físicamente solo. Puedes estar rodeado de miles de personas y sentirte profundamente solo si no has aprendido a habitarte a ti mismo. La soledad es ese estado de paz interior donde no necesitas nada externo para sentirte completo. Es ese momento donde te das cuenta de que la persona con la que más tiempo vas a pasar en tu vida eres tú mismo, y que más vale que esa relación sea extraordinaria. Cuando logras esto, cuando finalmente haces las paces con tu soledad, descubres algo revolucionario: que nunca estuviste realmente solo. Que siempre tuviste la compañía más fiel, más constante, más amorosa que podrías desear. Te tenías a ti.
Y desde ese lugar de plenitud, desde esa paz profunda, eliges. No desde la necesidad, sino desde el deseo. No desde el miedo, sino desde el amor. No porque necesites a alguien para sentirte completo, sino porque ya eres completo y quieres compartir esa completitud con alguien más. La soledad no es el problema. El problema es que nunca nos enseñaron a habitarla. Pero nunca es tarde para aprender. Nunca es tarde para descubrir que la mejor compañía que puedes tener eres tú mismo. Nunca es tarde para convertir la soledad en tu hogar, en tu refugio, en tu paz.
Y entonces ocurre la magia. Dejas de buscar fuera lo que te puedes dar dentro. Dejas de necesitar y empiezas a elegir. Dejas de mendigar migajas de atención, porque aprendiste a darte banquetes de amor propio. Te vuelves tan buena compañía para ti, que cualquier presencia extra debe sumar, no llenar. Porque ya no eliges desde el miedo a estar solo, sino desde la paz de saberte completo. No se trata de renunciar al amor, a la amistad o al encuentro. Se trata de no hacer de eso una muleta emocional. Se trata de no entregarte por necesidad, de no conformarte por ansiedad, de no permanecer por terror al silencio. Se trata de elegir desde la abundancia interior, no desde el hambre afectiva.
Y sí, el mundo puede seguir diciendo que hay que estar acompañado para ser feliz. Pero tal vez, en secreto, algunos ya entendimos que la verdadera plenitud no está en quién te acompaña, sino en cómo te acompañas tú cuando no hay nadie. Que el mayor acto de amor no es que alguien te elija, sino que tú te elijas primero. Sin miedo. Sin culpas. Sin necesidad de disfrazar la soledad con compañía. Tal vez, y solo tal vez, estar solo no es el problema. El verdadero problema es no saber estar contigo. Porque quien aprende a hacerlo, deja de buscar refugio en otros… y se convierte en su propio hogar.
Así que deja de huir. Deja de buscar en otros lo que solo puedes encontrar en ti. Aprende a estar solo sin sentirte solo. Convierte la soledad en tu superpoder, no en tu debilidad. Porque quien aprende a estar bien consigo mismo, aprende a estar bien con todo el mundo. Y cuando finalmente lo logres, cuando finalmente hagas las paces con tu soledad, te darás cuenta de que nunca estuviste incompleto. Que siempre fuiste suficiente. Que siempre fuiste completo. Solo te faltaba darte cuenta.
Tal vez otros han intentado hacerte creer lo contrario. Tal vez han tratado de humillarte, de menospreciarte, traicionarte, de convencerte de que eres menos de lo que realmente eres. Tal vez cargaste durante años las palabras crueles que alguien más puso en tu cabeza, permitiendo que definieran tu valor. Pero al final del camino, después de todo el ruido, después de todas las opiniones ajenas, después de todos los intentos de otros por hacerte sentir pequeño, queda una verdad inquebrantable: tú sabes quién eres. Y esa certeza, esa claridad profunda sobre tu propio valor, es lo que nadie puede quitarte. Porque cuando aprendes a estar bien contigo mismo, cuando haces las paces con tu soledad, te vuelves inmune a las opiniones que buscan disminuirte. Te conviertes en tu propia autoridad, en tu propio juez, en tu propio testimonio de lo que vales. Y ahí, en esa fortaleza interior, encuentras una paz que ninguna humillación puede quebrar.
Pero nadie nos habló de lo que ocurre cuando dejas de correr detrás de la compañía y decides quedarte contigo. Cuando apagas el ruido de las expectativas y te das permiso de escucharte, de sentarte en medio del desorden interno y no salir huyendo. Porque en esa quietud, donde parece que no hay nada, ocurre lo más importante: te encuentras. No desde el personaje que muestras, no desde lo que los demás necesitan de ti, sino desde lo que eres, sin adornos.
Y eso, al final, ya no es tu carga.
Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan.
Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.
0 Comentarios