Por: Ricardo Abud
Celestina Victoria Emperatriz despertó aquella mañana de martes con la certeza cósmica de que el universo había conspirado durante milenios para producir exactamente este momento: ella, en su cama de sábanas egipcias (compradas en Walmart pero "obviamente" auténticas según su refinado criterio), contemplando su reflejo en el espejo del techo que había mandado instalar "para meditar sobre la perfección divina encarnada".
"Buenos días, excelencia suprema", se saludó a sí misma con la reverencia que esperaba que el resto de la humanidad le tributara algún día. Su cabello, teñido de un rubio que ella insistía en llamar "dorado celestial de la estirpe superior", brillaba bajo la luz artificial de las bombillas LED que había decorado con cristales de Swarovski falsos para simular "un aura de realeza natural heredada".
Celestina tenía treinta y dos años y vivía en un apartamento de dos habitaciones en las afueras de la ciudad, pero en su mente habitaba un palacio versallesco donde ella era simultáneamente María Antonieta, Cleopatra y la Virgen María, pero con mejor sentido de la moda y una comprensión más profunda de la superioridad racial inherente. Trabajaba como asistente administrativa en una empresa de seguros, aunque se refería a su puesto como "Coordinadora Suprema de Operaciones Estratégicas y Desarrollo Humano Avanzado para la Preservación de la Pureza Empresarial".
Lo que hacía especialmente delirante a Celestina no era solo su narcisismo descomunal, sino su convicción absoluta de que pertenecía a una estirpe superior de seres humanos. En su retorcida cosmovisión, ella era la última guardiana de una pureza ancestral que el mundo moderno había perdido, y tenía la misión divina de restaurar el orden natural de las cosas. El problema era que Celestina, con su piel olivácea heredada de su abuela italiana, su cabello naturalmente rizado que torturaba diariamente con plancha y productos químicos, y su apellido real "Rodríguez", representaba exactamente lo contrario de todo lo que supuestamente defendía.
Pero la lógica nunca había sido el punto fuerte de Celestina Victoria Emperatriz.
Mientras preparaba su desayuno (avena instantánea que llamaba "porridge real inglés preparado según recetas ancestrales de la nobleza germánica"), Celestina reflexionaba sobre su misión en la vida. No era suficiente ser la criatura más perfecta jamás creada por la providencia; tenía una responsabilidad cósmica que cumplir: preservar la pureza de la raza superior.
"El problema de este mundo", murmuró mientras revolvía la avena con una cuchara de plástico que había pintado de dorado para simular oro, "es que la gente no reconoce la verdadera superioridad cuando la tiene enfrente. Los genes superiores se están diluyendo por culpa de la mezcla degenerada".
Miró su reflejo en el microondas y suspiró dramáticamente. "¡Qué carga tan pesada ser la última representante pura de la estirpe suprema!"
Su teléfono sonó. Era su madre, Teresa Rodríguez, una mujer de origen humilde que trabajaba como enfermera en el hospital público y que había pasado los últimos cinco años preguntándose dónde había fallado en la crianza de su hija.
"¿Celeste? ¿Vas a venir a almorzar el domingo? Tu tía Esperanza viene de Pasadena y quiere verte".
"Madre querida", respondió Celestina con voz impostada que intentaba sonar aristocrática pero que más bien parecía la de una actriz de telenovela con sinusitis, "debo recordarte que mi nombre es Celestina Victoria Emperatriz, no Celeste. Y sí, honraré tu humilde mesa con mi presencia, aunque tengo una reunión muy importante de mi organización secreta esa tarde".
"¿Qué organización secreta, Celeste? Por favor no me digas que te has metido en otra de esas cosas raras".
"¡Es ULTRASECRETA, madre! No puedo revelar detalles por seguridad, pero digamos que... algunas personas selectas hemos decidido que es hora de restaurar el orden natural de las cosas. Somos los guardianes de la pureza, la verdad y la superioridad innata. Defendemos los valores tradicionales de la raza superior".
Del otro lado de la línea, Teresa suspiró profundamente. Su hija había pasado por muchas fases: vegana radical, influencer de tres seguidores, experta en cristales sanadores, y ahora esto. "Celeste, por favor dime que no te has unido a uno de esos grupos de supremacistas blancos que salen en las noticias".
No son supremacistas blancos, madre.Son preservacionistas de la pureza racial. Es completamente diferente. Nosotros no odiamos a nadie, simplemente reconocemos que algunas personas nacieron con genes superiores y tenemos la obligación de mantener esa superioridad intacta".
"Celeste, tú eres morena. Tu papá era mexicano. Tu abuela se llamaba Esperanza Huerta. ¿De qué pureza estás hablando?"
"¡Esos son detalles superficiales!", gritó Celestina. "La pureza no se mide por el color de la piel, sino por la superioridad espiritual y genética inherente. Yo poseo el gen superior independientemente de mi apariencia física. Es obvio que no comprendes la complejidad de mi naturaleza suprema".
Teresa colgó el teléfono preguntándose por enésima vez si debería haber llevado a su hija a terapia cuando comenzó a insistir en que era descendiente directa de Napoleón Bonaparte.
La "organización secreta" de Celestina consistía en realidad en un grupo de WhatsApp llamado "Hermandad de los Iluminados Supremos para la Preservación de la Pureza Ancestral", que ella había creado tres semanas atrás y del cual era la única miembro activa que realmente entendía "la misión".
Los otros cinco participantes eran su vecina Doña Carmen (de sesenta y ocho años y descendiente de inmigrantes libaneses), su primo Julián (quien creía que se trataba de un club de jardinería orgánica), su ex compañero de trabajo Roberto (que había aceptado por cortesía y jamás leía los mensajes), su peluquera Yolanda (que pensaba que era un grupo de recetas de cocina saludable) y su dentista, Dr. Ramírez (que se había unido por error cuando Celestina le pidió su número "para emergencias dentales supremas" y no sabía cómo salir del grupo).
Celestina enviaba mensajes diarios al grupo, proclamando verdades universales como: "Buenos días, hermanos supremos. Hoy medité sobre la importancia de mantener la pureza de nuestra estirpe superior. Recordemos que no todos nacieron con nuestro don natural de liderazgo y sabiduría ancestral. Los genes inferiores están contaminando la sociedad y es nuestro deber sagrado preservar la pureza racial".
Doña Carmen, la única que ocasionalmente respondía, solía escribir cosas como: "Ay, Celestina, ¿no será mejor que te consigas un novio y dejes de decir tonterías?", lo que Celestina interpretaba como "sabiduría encriptada de una anciana iluminada que comprende mis códigos secretos pero debe hablar en clave por seguridad".
El Dr. Ramírez, cada vez más preocupado por los mensajes, había comenzado a capturar pantallas para mostrarle a su esposa, quien le había sugerido que reportara el grupo a las autoridades. "Es que no entiendo, Marta. Vino por una limpieza dental y de repente estoy en un grupo de supremacistas. Y lo más raro es que ella no es... ya sabes... blanca".
En la oficina de seguros "Protección Total S.A.", Celestina se había autoproclamado "Líder Espiritual No Oficial del Desarrollo Humano Empresarial y Guardiana de la Pureza Corporativa". Sus compañeros la toleraban con esa paciencia infinita que se desarrolla cuando se trabaja con alguien que es, técnicamente, inofensiva pero monumentalmente irritante.
"Buenos días, súbditos... digo, colegas de genes inferiores pero corazones nobles", anunciaba cada mañana al entrar, llevando una taza de café instantáneo en un recipiente que había decorado con purpurina dorada y la inscripción "Supreme Leader of the Pure Race" hecha con marcador permanente.
Su jefe, el Sr. Mendoza, un hombre de mediana edad con la paciencia de un monje budista y la resistencia mental de un veterano de guerra, había aprendido a traducir las grandilocuentes propuestas de Celestina a tareas administrativas reales. También había comenzado a documentar sus comentarios más absurdos por si algún día necesitaba justificar su despido ante recursos humanos.
"Jefe Mendoza", le dijo un día, acercándose a su escritorio con aire conspirativo, "he tenido una visión. La divinidad aria me ha revelado que debo liderar un proyecto de reorganización total de los archivos, aplicando principios de jerarquía natural basados en la superioridad inherente de ciertos documentos sobre otros. Los expedientes de clientes con nombres extranjeros deben ir en una sección separada para evitar la contaminación administrativa".
El Sr. Mendoza la miró por encima de sus lentes, preguntándose si Celestina realmente creía lo que decía o si todo era una elaborada performance artística. "Celestina, todos los expedientes van en orden alfabético. Es la ley. No podemos segregar a los clientes por sus nombres".
"¡Exactamente! Usted posee la intuición para comprender los códigos superiores, jefe. Obviamente no podemos hacerlo de manera obvia porque los genes inferiores han infiltrado el sistema legal. Pero yo puedo aplicar una reorganización sutil, casi invisible, que preserve la pureza sin alertar a las autoridades contaminadas".
"Celestina, por favor simplemente ordena los expedientes de la A a la L alfabéticamente. Y deja de llamar a nuestros clientes 'genes inferiores'. La señora Gonzalez de contabilidad escuchó tu comentario ayer y presentó una queja".
"¡La señora González! Ahí tiene la prueba, jefe. Obviamente ella se siente amenazada por mi superioridad natural. Los genes inferiores siempre atacan cuando se sienten expuestos ante la pureza".
El Sr. Mendoza se masajeó las sienes. "Celestina, la señora González es la jefa de contabilidad. Tú eres asistente administrativa. Ella no se siente amenazada por ti, está preocupada por tu comportamiento. Y además, tu apellido real es Rodríguez".
"¡Ese es mi nombre de cobertura! Obviamente no puedo revelar mi verdadera identidad aristocrática europea en un ambiente laboral contaminado por la mediocridad racial".
Celestina había tenido tres relaciones en los últimos cinco años, todas terminadas por la misma razón: su incapacidad para comprender por qué sus parejas no reconocían su obvio estatus de diosa aria reencarnada.
Su última relación había sido con Tomás, un contador público de temperamento pacífico y piel morena que había durado exactamente cuatro meses y medio. La ruptura se había producido durante una cena en un restaurante italiano de barrio, cuando Celestina había insistido en que el mesero le dirigiera la palabra únicamente como "Su Excelencia Aria" y había exigido que le sirvieran la pasta "en un plato digno de mi rango superior, no en esta vajilla plebeya contaminada por manos inferiores".
"Celestina", le había dicho Tomás con una calma que rayaba en la desesperación, "estás pidiendo que te traigan un plato diferente en el Mama Rosa's. Es un restaurante familiar. La abuela Rosa está en la cocina y tiene setenta años. No tiene vajilla especial para... para lo que tú crees que eres".
"¿Lo que yo creo que soy?", había replicado Celestina, levantándose dramáticamente de la mesa. "Tomás, claramente no tienes la capacidad espiritual para comprender mi verdadera naturaleza. Además, he estado pensando... nuestra relación presenta un problema fundamental de pureza racial. Tú eres obviamente de genes inferiores, y yo no puedo permitir que mi linaje supremo se contamine".
Tomás la había mirado con una mezcla de incredulidad y horror. "Celestina, tú eres más morena que yo. Tu mamá me presentó a toda tu familia el mes pasado. Todos son mexicanos. Tu tía Esperanza me estuvo contando sobre cuando llegaron de Pasadena".
"¡Esos son detalles superficiales! La pureza racial no se mide por el color de la piel sino por la superioridad espiritual inherente. Yo poseo el gen ario dominante que trasciende las apariencias físicas. Es obvio que no comprendes la complejidad de mi naturaleza suprema".
"Celestina, estás completamente loca. Y además, estás siendo increíblemente ofensiva. No puedo seguir con esta relación".
"¡Perfecto! Nuestra relación ha llegado a su fin natural. Necesito un compañero que esté a mi altura evolutiva, preferiblemente de linaje puro confirmado. Tú claramente no calificas".
Tomás había pagado la cuenta, había dejado una propina generosa disculpándose mentalmente con la abuela Rosa, y había salido del restaurante sintiéndose como un hombre liberado de una prisión dorada y delirante. Esa noche había llamado a su hermana para contarle sobre "la experiencia más surrealista de su vida".
"¿En serio te dijo que ella era de raza superior?", le había preguntado su hermana, riéndose histéricamente.
"¡Sí! Y lo peor es que lo decía completamente en serio. Creo que realmente cree que es rubia natural y de ascendencia europea. Su mamá me mostró fotos de la familia. Parecen extras de una película de Cantinflas".
El domingo por la tarde, después del almuerzo familiar donde había explicado a sus tíos que su soltería se debía a que "los hombres de esta época no están preparados para adorar a una diosa aria y además la mayoría son de genes inferiores", Celestina se dirigió a su "reunión ultra secreta de la hermandad suprema".
La reunión consistía en sentarse en el parque central de la ciudad, en una banca específica que había designado como "Altar de Meditación Suprema", y esperar a que algún miembro de su organización apareciera para recibir instrucciones. Por supuesto, ninguno de los miembros del grupo de WhatsApp sabía que se suponía que debían aparecer, porque Celestina nunca les había dado la dirección específica, considerando que "los verdaderos supremos encontrarán el camino por intuición racial".
Mientras esperaba, vestida con lo que ella llamaba su "traje de ceremonia suprema" (un vestido blanco barato con accesorios dorados de fantasía), Celestina observaba a la gente pasar y clasificaba mentalmente a cada persona según su nivel de pureza racial percibida.
"Genes inferiores", murmuró al ver pasar a una familia latina. "Contaminación racial evidente", susurró sobre una pareja interracial. "Posible pureza recuperable con entrenamiento", evaluó sobre una mujer rubia que paseaba con su perro.
Un hombre mayor que caminaba con bastón se acercó a la banca y le preguntó si podía sentarse un momento para descansar.
"Por supuesto, anciano de posible linaje superior", respondió Celestina con magnanimidad. "Puedes compartir mi altar sagrado".
El hombre, Don Esteban, un jubilado de setenta y tres años con sentido del humor intacto y una sabiduría popular que había desarrollado trabajando cuarenta años como maestro de primaria, se sentó y observó discretamente a esta extraña mujer vestida de blanco que hablaba como si fuera de la realeza.
"¿Altar sagrado?", preguntó con curiosidad genuina.
"Sí, anciano. Este es mi lugar de meditación suprema. Soy la líder de una organización secreta dedicada a preservar la pureza de la raza superior. Esperamos que más gente como nosotros se una a nuestra causa".
Don Esteban la miró con atención. "¿Gente como nosotros?"
"Exactamente. Personas de linaje puro, genes superiores, descendientes de la verdadera aristocracia europea. Gente que comprende que la mezcla racial ha contaminado la sociedad y que es nuestro deber restaurar el orden natural".
Don Esteban se quedó en silencio un momento, procesando lo que acababa de escuchar. Luego preguntó: "¿Y usted es de descendencia europea?"
"¡Por supuesto! Mi linaje se remonta a la nobleza germánica. Soy la última guardiana de la pureza ancestral en esta región contaminada".
"Muy interesante", dijo Don Esteban, mirando disimuladamente el obvio origen mestizo de Celestina. "¿Y cómo determinan ustedes quién tiene genes superiores?"
"Es muy obvio para quienes poseemos la sabiduría ancestral. Se percibe en el aura, en la forma de hablar, en la elegancia natural. Por ejemplo, usted claramente posee cierto nivel de pureza, aunque posiblemente necesite purificación adicional".
Don Esteban, que había nacido en un pueblito de Mexico y era más moreno que Celestina, se divirtió enormemente con la evaluación. "¿Y qué tipo de purificación recomendaría usted?"
"Bueno, primero debe unirse a nuestra hermandad. Luego, debe estudiar los principios de la superioridad racial y comprometerse a no mezclarse con genes inferiores. También debe aprender a identificar y rechazar las influencias contaminantes de la sociedad moderna".
"¿Y si alguien como yo, que claramente no es de ascendencia europea, quisiera unirse a su grupo?"
Celestina lo miró con condescendencia. "Anciano, usted obviamente no comprende la complejidad de la pureza racial. No se trata solo de apariencia física, sino de superioridad espiritual inherente. Yo, por ejemplo, poseo el gen ario dominante que trasciende las limitaciones superficiales. Es posible que usted tenga alguna gota de sangre superior que pueda ser cultivada".
Don Esteban no pudo contener la risa. "Señorita, con todo respeto, usted está más morena que yo. Y mi familia lleva cinco generaciones en México. Si usted es de linaje germánico, yo soy descendiente directo de Moctezuma".
"¡Exactamente!", exclamó Celestina, completamente ciega a la ironía. "Usted comprende que el linaje trasciende las apariencias! Moctezuma era un emperador, por lo tanto usted posee genes superiores aztecas. Podríamos formar una alianza entre linajes imperiales supremos".
Don Esteban se levantó, todavía riéndose. "Señorita, creo que usted necesita ayuda profesional. Y para su información, soy maestro jubilado. He visto muchos casos de jóvenes con problemas de autoestima, pero nunca uno tan elaborado como el suyo".
"¡Maestro! ¡Perfecto! Usted puede ser el educador oficial de nuestra hermandad. Enseñar a los genes inferiores a reconocer su lugar en la jerarquía natural".
"Señorita, he dedicado mi vida a enseñar que todas las personas son iguales en dignidad y derechos. Lo que usted está proponiendo es exactamente lo contrario de todo lo que creo".
"¡Pero usted no comprende! La igualdad es un mito creado por los genes inferiores para contaminar la pureza natural. Nosotros los superiores tenemos la obligación de guiar a los inferiores, no de mezclarnos con ellos".
Don Esteban meneó la cabeza. "Señorita, usted está profundamente confundida. Y lo más triste es que está promoviendo ideas que han causado mucho sufrimiento en la historia. Espero que algún día encuentre la paz consigo misma sin necesidad de creerse superior a otros".
Se alejó dejando a Celestina completamente desconcertada. "¡Genes inferiores disfrazados de sabiduría!", murmuró. "Obviamente el sistema educativo contaminado lo ha lavado el cerebro".
Esa noche, Celestina regresó a su apartamento sintiéndose simultáneamente triunfante y frustrada. Triunfante porque había "identificado a varios candidatos potenciales para la hermandad", frustrada porque "la contaminación racial había penetrado tan profundamente en la sociedad que hasta los genes superiores estaban confundidos".
Se preparó un baño con sales que había comprado en el mercado pero que según ella eran "minerales sagrados de purificación ancestral", y se sumergió en el agua mientras reflexionaba sobre su misión.
"Tal vez", pensó, "necesito un enfoque más directo. Quizás deba crear contenido en redes sociales para educar a las masas sobre la importancia de la pureza racial".
Se acercó al espejo del baño y se contempló largamente. En su mente, veía a una diosa nórdica de ojos azules y cabello dorado. La realidad del espejo le devolvía la imagen de una mujer de treinta y dos años, de piel morena, cabello castaño con raíces oscuras asomándose, y facciones claramente mestizas.
Por un momento, por apenas un instante, algo en su cerebro pareció hacer una conexión. La disonancia entre su imagen mental y su reflejo real creó una pequeña grieta en su elaborada construcción delirante.
"¿Qué estoy haciendo?", se preguntó en voz alta, por primera vez en años.
Pero el momento de lucidez duró apenas unos segundos. Su mecanismo de defensa psicológica, perfeccionado a través de años de autoengaño, se activó inmediatamente.
"¡Por supuesto! ¡Es una prueba!", exclamó, recuperando su tono grandilocuente. "Los dioses me han dado una apariencia física contrastante para probar mi fe en mi superioridad inherente. Soy como un diamante envuelto en papel periódico. Mi misión es demostrar que la pureza racial trasciende las limitaciones físicas".
Y así, Celestina Victoria Emperatriz Rodríguez se sumergió aún más profundamente en su delirio, convencida de que era la última Pepsi Cola del desierto: la única bebida verdaderamente superior en un mundo sediento de autenticidad, pero demasiado estúpido para reconocer su valor.
La historia de Celestina podría haber continuado indefinidamente en esta espiral de autoengaño narcisista, pero el universo, con su peculiar sentido del humor, tenía otros planes.
El lunes por la mañana, Celestina llegó a la oficina con una nueva misión: crear el "Primer Manifiesto Supremo de Pureza Racial Empresarial". Había decidido que era hora de que sus compañeros de trabajo comprendieran la verdadera naturaleza de su liderazgo.
"Buenos días, colegas de diversos niveles genéticos", anunció al entrar. "Hoy marcaremos un antes y un después en la historia de esta empresa. He preparado un documento que revolucionará nuestra comprensión de la jerarquía natural corporativa".
El Sr. Mendoza, que había pasado el fin de semana investigando sobre procedimientos disciplinarios, la miró con una mezcla de cansancio y determinación. "Celestina, necesito hablar contigo en mi oficina. Ahora".
"¡Perfecto, jefe! Obviamente usted ha intuido que hoy es el día de la gran revelación. Permítame presentarle mi propuesta para reorganizar la empresa según principios de pureza racial y superioridad genética".
Una vez en la oficina, con la puerta cerrada, el Sr. Mendoza se sentó detrás de su escritorio y miró a Celestina con seriedad. "Celestina, tenemos un problema serio. He recibido múltiples quejas de tus compañeros sobre comentarios inapropiados relacionados con raza y superioridad. Esto no puede continuar".
"¡Jefe! Usted no comprende. Yo no estoy discriminando a nadie. Simplemente estoy educando a la gente sobre la realidad de la jerarquía natural. Es un servicio público".
"Celestina, lo que tú llamas 'educación' es discriminación racial. Es inaceptable en cualquier lugar de trabajo, y francamente, es ofensivo y potencialmente ilegal".
"¡Pero jefe! Yo soy la víctima aquí. Soy la única persona de linaje puro en esta empresa y he sido tolerante con todos los demás. He permitido que genes inferiores trabajan a mi lado sin quejarme. ¿No es eso evidencia de mi nobleza superior?"
El Sr. Mendoza se quitó los lentes y se masajeó las sienes. "Celestina, necesito que escuches muy cuidadosamente lo que voy a decirte. Primero, no existe tal cosa como 'linaje puro' o 'genes superiores'. Segundo, tú no eres superior a nadie en esta oficina. Tercero, si continúas con estos comentarios, voy a tener que despedirte".
"¡Despedirme! ¡Pero jefe! Usted no puede despedir a la futura líder de la humanidad suprema. Soy indispensable para la misión de purificación de esta empresa".
"Celestina, tú archivas expedientes y contestas teléfonos. Eres completamente reemplazable. Y además, tu apellido real es Rodríguez. Tu mamá vino a la fiesta de Navidad el año pasado. Toda tu familia es mexicana. No entiendo de dónde sacas estas ideas sobre pureza racial".
Por primera vez en la conversación, Celestina se quedó sin palabras. La confrontación directa con la realidad había creado un cortocircuito en su elaborado sistema de autoengaño.
"Yo... yo...", balbuceó. "¡Eso es información clasificada! Mi verdadera identidad debe permanecer secreta por razones de seguridad suprema".
"Celestina, tienes dos opciones: buscas ayuda profesional para estos problemas de identidad y dejas de hacer comentarios racistas, o buscas otro trabajo. La decisión es tuya".
Celestina se levantó con toda la dignidad que pudo reunir. "Jefe Mendoza, claramente usted ha sido contaminado por las influencias inferiores del ambiente corporativo moderno. Renunció a este puesto indigno de mi rango. Tengo misiones más importantes que cumplir".
"Muy bien, Celestina. Prepara tu renuncia por escrito y entrégala a recursos humanos".
"¡Por supuesto! Pero quiero que sepa que esta empresa está perdiendo a su único elemento superior. Cuando la pureza racial sea restaurada en el mundo, usted recordará este día como el momento en que dejó escapar a una diosa".
Y así, Celestina Victoria Emperatriz Rodríguez salió de la oficina con paso majestuoso, convencida de que había sido víctima de una conspiración de genes inferiores, pero más determinada que nunca a cumplir su misión suprema.
Seis meses después, Celestina había transformado su apartamento en el "Cuartel General de la Hermandad Suprema" y se dedicaba a crear contenido para redes sociales sobre pureza racial y superioridad genética. Sus videos, en los que aparecía con su cabello rubio artificial y hablando sobre linajes europeos, se habían vuelto virales por todas las razones equivocadas.
La gente los compartía como ejemplos de humor involuntario, y Celestina interpretaba cada compartida como "evidencia de que su mensaje supremo se está expandiendo". Los comentarios burlones eran "códigos secretos de apoyo de otros supremos que deben hablar en clave".
Su familia había organizado una intervención, pero Celestina la había interpretado como "una reunión de genes inferiores celosos de su pureza". Su madre, Teresa, había comenzado a asistir a terapia familiar para aprender a lidiar con la situación.
El Dr. Ramírez finalmente había logrado salir del grupo de WhatsApp, pero había guardado capturas de pantalla de los mensajes para mostrar en conferencias sobre salud mental como ejemplo de trastorno delirante con características narcisistas.
Doña Carmen, la única que seguía respondiendo ocasionalmente a los mensajes, había comenzado a enviar respuestas cada vez más directas: "Celestina, búscate un trabajo y un novio, y deja de decir pendejadas".
Y en el parque central, en la banca que había designado como su "altar supremo", Celestina continuaba esperando que el mundo reconociera finalmente su verdadera naturaleza: la última Pepsi Cola del desierto, la única bebida realmente superior en un mundo sediento de autenticidad, pero demasiado estúpido para reconocer su valor.
El universo, mientras tanto, continuaba riéndose silenciosamente de la ironía cósmica de una mujer que había logrado convertirse en la parodia perfecta de todo lo que creía defender, sin darse cuenta jamás de que la verdadera superioridad radica en la humildad, la compasión y la capacidad de reconocer la dignidad inherente de todos los seres humanos.
Pero esa, definitivamente, era una lección demasiado compleja para alguien que se creía la última Pepsi Cola del desierto.
Y eso, al final, ya no es tu carga.
Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan.Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.
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