Mi Corazón y Yo: 2 Años de Silencio


 Por: Ricardo Abud

Mi corazón y yo no nos hablamos desde el 2023. 2 años de silencio. Una ruptura sin terapia de pareja, sin manual de autoayuda, pero con mucha tensión acumulada. Y todo comenzó por el amor. Porque en aquella época yo creía en el amor. Era un romántico deshidratado. Un iluso como varios esperanzados. 

Yo dejaba entrar cualquier tipa con cara de poema mal escrito. Y él, que lo veía todo desde adentro, un día se cansó. Se cansó de los sentimientos sin coordinación y de los "te amo" sin propósito. Y me lo dejó clarito, sin palabras, pero con muchas palpitaciones irregulares.

"Si vas a seguir dejando entrar, a esas tipas con promesas baratas, yo cierro por remodelación." Y cerró como buen corazón venezolano que se respeta. Sin previo aviso y por tiempo indefinido.

Y lo entiendo. Le presté más atención al horóscopo, manuales de autoayuda, ni que decir de los y las brujas de Instagram, buscando el primero, segundo. tercero y hasta cuarto contacto en mi whatsapp, a ver si esa era el amor verdadero,  y deje de mirar a  las necesidades de mi corazon. Él no es fácil, no acepta mentiras dulces, ni caricias sin compromiso, ni declaraciones de amor con batería baja. Él quiere pasión gramatical, palabras con buena ortografía y manos que hayan leído poesía. Él exige conversaciones que duren más de cinco minutos sin que mencione el fútbol o la cerveza. Él necesita miradas que no sean solo para verificar si tengo los pantalones bien puestos.

La gente cree que el corazón masculino es como un control remoto que se presiona, cambia de canal y ya está. Y no, señores. El corazón es un país con himno, con bandera y con memoria histórica. Un país que además tiene petróleo emocional y crisis de identidad. Y si no le respetan la soberanía, se declara en guerra fría y corta las relaciones diplomáticas.

Mi corazón tenía sus razones para el silencio. Él había visto desfilar por mi vida a más mujeres que un casting de reality show. Había aguantado promesas rotas como piñatas en cumpleaños de niños malcriados. Había soportado que le dijera "te amo" a cualquiera que supiera cocinar arepa o que tuviera Netflix con contraseña compartida. Él había sido testigo de cómo yo confundía amor con costumbre, pasión con rutina, y compromiso con pereza para conseguir apartamento nuevo.

"Coño, pana," me dijo una vez en sueños, con acento caraqueño bien marcado, "tú no sabes ni lo que quieres. Un día te enamoras de una que hace ejercicio a las 5 AM y al siguiente de una que considera el control remoto un deporte olímpico. ¿Dónde está la consistencia? ¿Dónde está el proyecto de vida? Yo aquí bombeando sangre como un condenado y tú tratándome como un Uber emocional."

Y tenía razón. Durante años lo traté como un servicio de delivery: llamaba cuando tenía hambre de cariño, pedía lo mismo de siempre, y después me olvidaba hasta la próxima urgencia. Él era mi corazón de conveniencia, mi amor de 24 horas, mi sentimiento de farmacia.

Pero el problema no era solo mío. También estaba el tema de la educación sentimental venezolana. A los hombres de mi generación nos criaron para ser duros como la arepa recalentada. "Los hombres no lloran," nos decían. "Los hombres no hablan de sentimientos." "Los hombres resuelven." Y así crecimos, con el corazón más tapado que las cloacas de Caracas en época de lluvia.

Mi corazón se fue acostumbrando al silencio. Se hizo experto en comunicación no verbal: palpitaciones para el sí, taquicardia para el no, y arritmia para el "estás jodido, hermano." Desarrolló su propio lenguaje de señales más complejo que el morse, pero yo nunca aprendí a descifrarlo. Era como tener un traductor gratis de Google, pero en dialecto emocional.

Los años pasaron. Mi corazón se volvió un ermitaño, un monje tibetano del amor. Se dedicó a la meditación forzosa y a coleccionar decepciones como estampillas. Mientras tanto, yo seguía mi vida como si nada, fingiendo que podía funcionar sin consultar con mi centro de operaciones emocionales. Era como manejar un carro sin motor: todo se veía bien por fuera, pero por dentro no había combustible.

Durante esos 2 años de silencio, pasaron muchas cosas. Llegaron mujeres que prometían quedarse hasta que la muerte nos separara, y se fueron antes de que terminara la novela de las ocho. Vinieron otras que juraban que yo era el amor de su vida, y después me bloquearon en WhatsApp más rápido que un mensaje de cadena. Mi corazón las veía llegar y partir como quien ve un desfile desde la ventana: interesante, pero sin participar.

Él se había vuelto escéptico, crítico, sarcástico. Se había convertido en el comentarista deportivo de mis relaciones: "Ahí va otro gol en contra," decía cuando yo hacía algo estúpido. "Penal cantado," susurraba cuando mentía. "Tarjeta roja," gritaba cuando la cagaba definitivamente. Pero yo no lo escuchaba. Tenía el volumen emocional en mute.

El asunto es que después de 2 años, él volvió. Pero no volvió como antes. Volvió empoderado, sindicalista y con una lista de demandas más larga que la cola del Metro de Caracas. Me dijo: "Si quieres que volvamos a hablar, estas son las condiciones. Nada de mujeres que digan “es que no sé qué siento”, “es mi primera vez”. Prohibido fingir sentimientos. Y si no me llaman por mi nombre verdadero, no me presento. Nada de “te quiero” rapidito sorpresa. Yo no soy un microondas emocional. Y si se van toda la ropa emocional tirada y se quedan con las medias del egoísmo puestas, me voy a dormir."

"Además," continuó, "quiero vacaciones pagadas. Quiero que por lo menos una vez al mes me preguntes cómo estoy. Quiero que dejes de tratarme como un órgano de repuesto y me veas como tu socio principal en esta empresa llamada vida. Quiero respeto, consideración, y que no me uses solo para las emergencias románticas."

"Y otra cosa," agregó con tono de jefe sindical, "se acabó eso de enamorarte de cualquier mujer que te cocine, que tenga carro propio, o que sepa la letra completa del himno nacional. Yo quiero calidad, no cantidad. Quiero que cuando llegue alguien nuevo, me consultes primero. Que hagamos una junta de directorio emocional antes de tomar decisiones importantes."

Y yo le dije que había fallado. Que había sido un pésimo administrador de emociones. Que había tratado el amor como un negocio de comida rápida cuando debería haberlo tratado como un restaurante gourmet. Así que estoy dispuesto a escucharte, a respetarte y a adorarte como el templo sagrado que eres.

Y desde esa noche, mi corazón y yo nos reconciliamos. Nos hablamos, reímos y cuando alguien nuevo llega, él no está solo. Ahora somos un equipo, una sociedad anónima del amor con estatutos claros y objetivos definidos. Y cuando una mujer se acerca con intenciones románticas, mi corazón y yo nos miramos cómplices y decimos: "Tu saludo, que nosotros exigimos sinceridad."

Porque después de 2 años, aprendí que el corazón no es solo una bomba de sangre. Es el CEO de las emociones, el director general de los sentimientos, el presidente de la junta directiva del amor. Y como todo buen ejecutivo, merece respeto, consulta, y un buen plan de incentivos.

Mi corazón venezolano, orgulloso y testarudo, había regresado para quedarse. Y esta vez, íbamos a hacer las cosas bien.

Y eso, al final, ya no es tu carga. Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan. Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.

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