Padres: entre el anhelo y el olvido


Por: Ricardo Abud 

La vida, en su compleja naturaleza, nos confronta con una de sus ironías más crudas en el ámbito de las relaciones familiares: mientras algunos luchan contra el vacío de crecer sin padres presentes, otros desperdician inconscientemente el inestimable tesoro que poseen.

Esta paradoja revela una verdad incómoda sobre la psique humana: tendemos a anhelar y valorar intensamente lo que nos falta, y a dar por sentado aquello que se encuentra constantemente a nuestro alcance.

La figura de los padres ocupa un lugar de ambivalencia permanente. Muchos hombres y mujeres lamentan no haber contado con padres presentes o amorosos, y miran con cierta envidia a quienes los tuvieron a su lado como sostén y guía. Paradójicamente, aquellos afortunados que crecieron con padres dedicados suelen, en la adultez, relegarlos a un segundo plano, sumidos en las prisas de la vida diaria o absorbidos por el egoísmo que a menudo acompaña la madurez. Este contraste revela una gran contradicción moral y emocional de nuestra sociedad.

Quienes crecieron sin la presencia activa y guía de una figura paterna, o la perdieron temprano, cargan a menudo con una sensación de carencia, de haber sido privados de un pilar esencial para la construcción de su identidad. Su dolor es particular y profundamente arraigado; no es solo la ausencia física lo que duele, sino la constante e inquietante pregunta sobre cómo su vida habría sido diferente con esa presencia. Cada evento deportivo escolar sin un padre en las gradas, cada momento de necesidad sin un consejo o un abrazo que reconforte, cada decisión importante tomada en soledad, se convierte en una herida que cicatriza de manera imperfecta. Estos individuos desarrollan carencia sobre el valor de la presencia paterna, una sensibilidad aguda hacia lo que significa tener a alguien que se preocupe incondicionalmente, que guíe y que proteja. Desde su perspectiva, observar a hijos que tienen padres presentes es como contemplar un jardín floreciente desde el otro lado de una ventana. Ven el cuidado, la protección, el apoyo emocional y, a menudo, el respaldo económico, como privilegios extraordinarios. Su visión está teñida por la carencia, lo que les otorga una claridad dolorosa y visceral sobre el incalculable valor de lo que nunca tuvieron. La sociedad, que exalta el mito de la familia perfecta, termina exacerbando esa herida.

En el otro extremo de esta realidad se encuentran aquellos que tuvieron la fortuna de nacer con un padre presente, amoroso y comprometido. Para ellos, el cuidado, la guía y el afecto paternal son tan naturales como el aire que respiran. Nunca experimentaron la angustia de preguntarse si alguien los esperará en casa, si habrá una figura protectora que los defienda ante el mundo, o si contarán con un pilar de apoyo en los momentos de crisis. Esta fortuna, precisamente por ser constante e ininterrumpida, se vuelve curiosamente invisible. La psicología humana tiene una tendencia perversa: nos adaptamos con asombrosa rapidez a las condiciones positivas, integrándose tan profundamente que se convierten en parte del paisaje cotidiano. Así, la figura del padre puede transformarse en una especie de "mueble emocional": siempre ahí, pero rara vez apreciado en su verdadera dimensión. Las llamadas se vuelven rutinarias, las visitas se postergan con excusas banales, y los consejos, a menudo, se ignoran o se perciben como una intromisión. Esto no ocurre por malicia o desprecio, sino por la simple ceguera que produce la abundancia y la familiaridad.

Esta dinámica crea una geografía emocional particularmente cruel. Aquellos que no tuvieron un padre viven en el territorio del anhelo permanente, mirando hacia un pasado que no pueden alterar. Los que sí lo tienen habitan en la zona de la oportunidad desperdiciada, sin darse cuenta de que están dejando pasar momentos irrecuperables, oportunidades de conexión y construcción de memorias. El tiempo opera aquí como un juez implacable y definitivo. Para quienes perdieron a su padre tempranamente, cada año que pasa es una confirmación dolorosa de que ciertas conversaciones nunca sucederán, ciertos abrazos jamás se darán y ciertas enseñanzas quedaron pendientes. En contraste, quienes sí contaron con padres presentes muchas veces no dimensionan la fortuna que eso representa. Se habitúan a la presencia constante, al sacrificio silencioso, y terminan dando por hecho ese vínculo, confiando en que los padres siempre estarán allí, incondicionales, pacientes, dispuestos a perdonar las ausencias y a tolerar los olvidos. Así, cuando estos hijos llegan a la adultez y se sienten con la vida resuelta, no se ocupan ni preocupan de aquellos padres que los cuidaron. Los dan por sentados, tal vez porque la memoria del cuidado recibido no alcanza a generar una reciprocidad proporcional. Para quienes los tienen vivos, cada día es una oportunidad no aprovechada, un momento más en que la conexión genuina se posterga por la falsa y peligrosa seguridad de creer que "siempre habrá tiempo".

Esta realidad evidencia una falta de equilibrio profundo en las relaciones familiares. Los que anhelan padres, no los tienen; los que los tienen, no los valoran. Quizás esto se explica por la naturaleza humana, siempre insatisfecha y proclive a envidiar lo que no posee y a menospreciar lo que considera seguro. La figura paterna y materna encarna uno de los vínculos más sólidos y, a la vez, más frágiles: sólidos porque su raíz biológica y afectiva es poderosa, frágiles porque se ven amenazados por el desgaste, la rutina, el paso del tiempo y la costumbre de no agradecer. En el fondo, este fenómeno habla de un gran olvido cultural: la falta de conciencia sobre la vulnerabilidad de los padres, sobre su humanidad y sus necesidades emocionales. No basta con haberlos tenido; es preciso conservar el afecto activo, demostrarles reconocimiento y ternura. La verdadera madurez se mide también por la capacidad de cuidar a quienes nos cuidaron, de retribuir el amor con presencia y dedicación.

Esta paradoja nos enseña algo fundamental sobre la gratitud y la conciencia activa. No es suficiente poseer algo valioso; es imperativo reconocer su valor intrínseco mientras lo tenemos. La verdadera fortuna no reside únicamente en tener un padre, sino en la capacidad de apreciar activamente su presencia, de nutrir proactivamente esa relación, de entender que el tiempo es el recurso más escaso y valioso en cualquier vínculo humano. Quienes crecieron sin un padre, a través de su dolor y su carencia, han desarrollado una sabiduría que los afortunados a menudo aún no poseen: la comprensión visceral de que el amor paternal es finito, precioso y, en última instancia, frágil. Su sufrimiento, aunque inmenso, les ha enseñado lo que la abundancia y la presencia constante ocultan a otros.

Muchos de los que tuvieron un padre presente solo despiertan a esta dura realidad cuando ya es demasiado tarde. La muerte, una enfermedad debilitante o simplemente el deterioro natural que trae el tiempo, los confronta súbitamente con la dimensión real de su pérdida. Es entonces cuando experimentan, de manera concentrada y abrumadoramente dolorosa, lo que otros vivieron gradualmente: la comprensión impactante de que los padres no son eternos, que su amor, aunque infinito en intensidad, no lo es en duración temporal. En estos momentos de profundo duelo, la envidia cambia de dirección: los que, por negligencia o ceguera del privilegio, desperdiciaron tiempo valioso con su padre comienzan a envidiar, no a quienes nunca tuvieron un padre, sino a aquellos que, teniéndolo, supieron valorarlo y honrarlo a tiempo.

Esta paradoja no busca culpabilizar a nadie, sino más bien despertar la conciencia. Aquellos que no tuvieron un padre no eligieron su destino, y aquellos que lo tienen no son inherentemente "malvados" por no apreciarlo suficientemente; ambos grupos son, en cierto modo, víctimas de circunstancias y de la compleja naturaleza humana. La verdadera fortuna no reside en haber tenido un padre perfecto, sino en desarrollar la capacidad consciente de valorar lo que tenemos mientras lo tenemos. Esto requiere un ejercicio constante de gratitud, una disciplina emocional que, a menudo, va en contra de nuestros instintos naturales de adaptación y normalización.

La vida no nos ofrece garantías ni una distribución equitativa de las fortunas relacionales. Pero sí nos ofrece la posibilidad de aprender de las experiencias ajenas y de las propias. Quienes no tuvieron un padre pueden encontrar figuras parentales significativas en otros lugares, construir familias elegidas y sanar gradualmente sus heridas con amor y apoyo externo. Quienes tienen a su padre vivo pueden despertar a tiempo, pueden elegir la presencia consciente y el afecto genuino sobre la ausencia distraída y el arrepentimiento futuro. La verdadera tragedia no es nacer sin un padre o nacer con uno, sino desperdiciar las oportunidades de conexión y amor que la vida nos presenta, sean estas con padres biológicos, adoptivos o con esas figuras paternas que encontramos inesperadamente en el camino. 

Estas palabras no pretenden ser sólo una denuncia moral, sino también un llamado a la reflexión. Para quienes no tuvieron padres, es comprensible el anhelo y la herida. Para quienes sí los tuvieron, es imperativo no dar por hecho ese privilegio. Tal vez, si unos y otros comprendiéramos la magnitud del amor paternal y maternal con sus límites y contradicciones podríamos construir una sociedad más agradecida, más justa y, sobre todo, más humana.


Y eso, al final, ya no es tu carga.  

Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan.
Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.

Publicar un comentario

0 Comentarios