Por: Ricardo Abud
Hay momentos en la vida en los que sentimos que nos han empujado fuera de la historia sin previo aviso, sin derecho a réplica, sin explicación. Un día estás en la vida de alguien: compartes, ríes, tal vez incluso sueñas; y al siguiente, solo queda el vacío de una ausencia inexplicable, el eco de un silencio que grita más que mil palabras.
Este tipo de situaciones no solo duelen: también confunden. Porque, sin una narrativa clara, la mente hace lo que mejor sabe hacer: buscar la culpa en uno mismo.
Es esa sensación de estar en un limbo emocional donde sabes que algo terrible pasó, pero la otra persona actúa como si fueras un fantasma.
¿Habré sido yo?, ¿Dije algo malo?, ¿Por qué me bloquearon?, ¿Qué hice para merecer esto?
Estas preguntas se repiten como un mantra silencioso en la cabeza de quien se queda sin cierre, mientras el otro, el que quizás sí tiene las respuestas desaparece sin mirar atrás.
Y así comienza la distorsión: nos culpamos por lo que no hicimos, nos castigamos por errores ajenos y asumimos responsabilidades que no nos corresponden.
Alguien te lastima profundamente con palabras crueles, con una traición, con una mentira que te destroza o simplemente con una indiferencia brutal cuando más lo necesitabas. En ese momento, ambos saben qué pasó. Hay una verdad cruda flotando en el aire, innegable. Pero entonces, en lugar de enfrentarla, esa persona elige evaporarse de tu vida.
La realidad es que cuando alguien sabe que te ha hecho daño no superficialmente, sino en lo más profundo, muchas veces carece de la capacidad emocional para enfrentarse a sí mismo. Porque mirarte a los ojos significa también confrontar su propia fragilidad. Y eso, para muchos, es una batalla imposible.
Lo más cruel es cómo te hace dudar de tu propia percepción. ¿Realmente fue tan grave? ¿Estarás exagerando? ¿Serás tú el demasiado sensible o dramático? Reescribir la historia en tu mente, buscando justificaciones para su huida: Tal vez malinterpreté todo, Quizá soy yo quien debería disculparse.
Pero la verdad es que cuando alguien reconoce que falló y lo hizo de manera irreparable, la vergüenza puede ser tan abrumadora que prefiere esconderse antes que asumir las consecuencias. Es como cuando un niño rompe algo y su primer instinto es ocultarse. La diferencia es que los adultos deberían saber que esconder los problemas no los resuelve.
Admitir que actuaron mal, que fueron egoístas, que mintieron o que no supieron cuidarte, implica romper su autoimagen. Así que, en lugar de crecer a través de esa incomodidad, eligen la ruta más rápida y cobarde: te evitan, te bloquean, te borran como si así pudieran borrar también su responsabilidad.
Esta evasión no refleja tu valor, sino su inmadurez. No es señal de que estés dañado, sino de que esa persona no puede sostener el peso de sus actos. Porque ante el fracaso, las mentiras y la deshonestidad, solo hay dos caminos: disculparse o huir. Y quienes no están listos para lo primero, escogen lo segundo como refugio.
Para quien causó el daño, evitarte se convierte en autoprotección. Cada vez que te ve o piensa en ti, su conciencia le recuerda la verdad. Es más fácil bloquear tu número, cambiar de ruta o incluso mudarse de ciudad qué decir: Sí, la cagué. Te lastimé y no tengo excusa.
Mientras tanto, tú quedas atrapado en una montaña rusa emocional: un día la rabia por no recibir lo que mereces; al siguiente, la culpa por estar enojado; y luego, el vacío de preguntarte si aquella relación fue real.
Este dolor es particularmente injusto porque te roba la posibilidad de sanar. Cuando alguien se queda para enfrentar lo que hizo, pueden surgir conversaciones difíciles pero necesarias, disculpas sinceras, incluso reconciliación. Pero cuando desaparecen, la herida queda abierta, como una cirugía interrumpida.
Y aquí está lo crucial: el problema no eres tú. No es tu tarea arreglar lo que otro rompió. Hay personas que construyen murallas tan altas alrededor de su ego que prefieren perder relaciones antes que admitir su error. Gente que huye en lugar de luchar, que borra en lugar de reparar. y crea narrativas ajustadas a ellos y personificadas en procesos de reconstrucción, cuando desde tiempo atrás la mentira era ya parte de su alma.
Reconocer esto no mitiga el dolor, pero te ayuda a entender que su silencio no define tu valía. Su cobardía no invalida tu derecho a ser tratado con respeto.
Al final, estas experiencias te enseñan algo invaluable: a apreciar a quienes sí se quedan, a quienes pueden decir Lo siento y trabajar en el daño causado. Y, sobre todo, aprendes que puedes sanar incluso sin las disculpas que mereces, porque tu paz no puede depender de la valentía ajena.
Tú no fuiste el problema. Fuiste el espejo donde alguien más vio reflejada su incapacidad para ser honesto.
Así que, en lugar de preguntarte ¿Qué hice mal?, empieza a preguntarte: ¿Por qué toleré tanto sin merecerlo?
No lamentes su ausencia; celebra que se fueron quienes no sabían quedarse.
Porque cuando alguien te lastima y huye, no es un final: es una oportunidad. La oportunidad de entender que las personas que valen la pena no te abandonan en el conflicto; te acompañan en él.
El dolor de ser ignorado puede transformarse cuando decides dejar de mendigar explicaciones. No porque no las merezcas, sino porque algunas personas no saben darlas.
Y eso, al final, ya no es tu carga.
Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan.
Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.
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