El laberinto emocional, es inevitable.


Por: Ricardo Abud

Hay momentos en los que uno siente que todo el amor entregado debería ser suficiente para que alguien se quede. Has dado atención, has cuidado, has estado presente incluso en los silencios más incómodos. 

Has ofrecido tu tiempo, tu energía, tu paciencia. Has sido refugio cuando el mundo afuera era tempestad. Y sin embargo, un día te das cuenta de que no basta.

Hay amores que, aunque los cuidemos con la misma devoción con la que se cuida una planta rara y delicada, simplemente no florecen. A veces, por más que reguemos, abonemos y expongamos a la luz del sol, la raíz de la otra persona ya no quiere anclarse a nuestra tierra. 

Y nos quedamos ahí, de pie, en medio de un jardín que, de repente, se siente árido, preguntándonos en qué momento nos convertimos en jardineros de la nada.

Es un espejo que nos enfrenta a esta dolorosa verdad. Nos habla del desgaste de darlo todo y de la asfixiante sensación de que ese "todo" no es suficiente. Es un eco de la voz interior que nos grita que el amor no debería ser una negociación constante, ni un lugar de batalla donde nuestra valía se pone en juego a diario.

Ese instante duele. Duele porque te confronta con una de las verdades más duras de las relaciones humanas: no siempre el amor se mide por la cantidad de lo que damos. No siempre quien recibe está dispuesto o preparado para recibir. Y no siempre el otro ve en ti lo que tú ves en él. No es culpa tuya, y tampoco es del todo culpa suya; es, simplemente, que a veces los caminos se separan, aunque los pies quieran seguir juntos.

Cuando la otra persona empieza a hacerte dudar de tu valor, cuando la balanza emocional se inclina siempre hacia el lado de la prueba constante, cuando cada día parece un examen para demostrar que eres digno de su cariño… entonces ya no estamos hablando de amor sano. Estamos hablando de un laberinto. Y en ese laberinto, cada giro es una esperanza rota y cada esquina es un miedo nuevo. Allí, el amor deja de ser hogar y se convierte en cárcel, donde tu libertad depende de la aprobación del otro.

Amar no debería sentirse así. Amar no debería ser una lucha diaria para ganar un lugar que ya te pertenece por el simple hecho de haber sido elegido. El amor auténtico es un espacio donde puedes descansar de la vida, no donde tienes que seguir corriendo para que no te dejen atrás.

La alegría de un abrazo se ve ensombrecida por la duda de si mañana lo seguirás mereciendo. La paz de un silencio compartido se sustituye por la angustia de un vacío que crece, un silencio que ya no es cómodo, sino que resuena con la amenaza del abandono.

En ese laberinto, tú te conviertes en tu propio carcelero. Tu libertad emocional, tu bienestar, dependen de la aprobación del otro. Y, como bien dice el texto, el amor deja de ser un hogar para convertirse en una cárcel. Y en las cárceles, no hay espacio para el crecimiento, solo para la supervivencia. Estás constantemente corriendo para no ser dejado atrás, sin darte cuenta de que el verdadero final no es que te dejen, sino que te quedes en ese estado de alerta constante, perdiendo pedazos de ti mismo con cada paso.

Por eso, el acto de dejar ir no es de cobardes, ni un fracaso. Es, de hecho, la mayor muestra de coraje y amor propio que existe. Es un gesto de profundo respeto hacia tu propia historia y hacia tu propia paz. Es la decisión consciente de no mendigar algo que debe ser ofrecido libremente.

Dejar ir no significa que no te importe, sino que te importas lo suficiente a ti mismo para no seguir forzando algo que ya no tiene futuro. Es mirar la situación de frente y aceptar que tu amor fue real, fue sincero, y fue entregado con el corazón, pero que no puedes obligar a la otra persona a corresponder de la misma manera.

Este proceso de soltar es, sin duda, uno de los más dolorosos de la vida. Se siente como si te arrancaran una parte del alma. La casa mental que construiste para dos, de repente, se siente vacía y silenciosa. Pero es un dolor que, aunque agudo, es transitorio. Es un dolor necesario para sanar. La alternativa, la herida de quedarte en un lugar donde tu valía está en entredicho, esa herida es crónica y sangra poco a poco, día tras día, hasta que no queda nada de ti.

Cuando finalmente abres la puerta y dejas que la otra persona se vaya, ocurre una doble liberación. No solo la liberas a ella de la presión de un compromiso que no puede o no quiere cumplir, sino que te liberas a ti mismo. Te liberas de la necesidad de ser validado, de la ansiedad de la prueba constante.

Recuperas tu espacio interno, ese lugar sagrado donde tu respiración no está condicionada al humor o a las decisiones de otra persona. Y en ese espacio, por fin, puedes comenzar a reconstruir tu propio valor, tu propia paz.

Por eso, dejar que alguien se vaya no es un acto de frialdad ni de egoísmo. Es un acto de profundo respeto hacia ti mismo. Es mirar la situación de frente y decir: “Hice todo lo que estaba en mis manos. Lo que no puedo hacer es obligarte a quedarte”. Es soltar con la certeza de que tu amor fue verdadero, pero que no tiene sentido quedarse donde ya no se quiere permanecer.

Sé que duele. Duele como arrancarse una raíz que creías eterna. Duele como despertar en una casa que de repente está vacía. Pero ese dolor es transitorio; lo que es permanente es la herida de quedarte en un lugar donde tu valor está en duda. Esa herida no se cierra mientras sigas tratando de convencer a alguien de que mereces ser amado.

En cambio, cuando abres la puerta y dejas ir, no solo liberas al otro: te liberas a ti. Recuperas el espacio interno donde puedes respirar sin miedo a no ser suficiente. Y entonces, un día —quizá no mañana, quizá no pronto—, entenderás que perder a quien no te elegía todos los días no fue una pérdida, sino un acto de amor propio.

El amor no es una competencia, no es un contrato con cláusulas ocultas, no es una lucha para ganar un trofeo. El amor verdadero no se negocia, se siente. No es una prueba que hay que pasar, sino una certeza que se construye con confianza, respeto y entrega mutua. Y si esas tres cosas no están presentes, no importa cuánto des, nunca será suficiente.

Así que si ella se quiere ir, déjala. No porque no te importe, sino porque te importa demasiado tu propia paz para quedarte donde ya no hay reciprocidad. Déjala porque entiendes que mereces una historia en la que no tengas que mendigar amor. Déjala porque ya aprendiste que quien quiere estar, se queda, y quien quiere irse, ya se ha ido en su corazón mucho antes de cruzar la puerta.

El amor no es una lucha, no es un trofeo, no es una prueba. El amor verdadero se siente. No se negocia, se vive. Se construye sobre cimientos de confianza, respeto y reciprocidad. Y si esas tres cosas no están, no importa cuánto des, nunca será suficiente.

Dale la bendición de la libertad, no como un acto de resignación, sino como un acto de auténtica nobleza y amor propio. 

Y mientras la ves alejarse, no olvides que esta no es una derrota, sino el cierre de un capítulo que ya cumplió su ciclo. Es el final de un libro que no se necesitaba extender más. Y al final de ese libro, te espera un lienzo en blanco para que pintes una nueva historia, una que comience con la certeza de que el verdadero amor comienza con la paz de amarte a ti mismo.

Un día quizá no mañana, quizá no pronto entenderás que perder a quien no te elegía todos los días no fue una pérdida, sino un acto de amor propio. La verdadera pérdida no fue la de la relación, sino la de ti mismo dentro de ella. Recuperarte es la mayor ganancia.

Y eso, al final, ya no es tu carga. 

 Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan. 
Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.

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