Por: Ricardo Abud
Desde la infancia, a los hombres nos enseñaron una serie de códigos de comportamiento inquebrantables sobre cómo tratar a una mujer: abrir la puerta, ser caballerosos, cuidar, proteger, proveer, contener, nunca levantar la voz ni la mano.
Nos criaron con la convicción de que nuestra masculinidad debía expresarse en forma de fortaleza, control emocional absoluto, una empatía dirigida específicamente hacia ella, y una responsabilidad afectiva que a menudo se vivía en silencio, sin la posibilidad de mostrarnos vulnerables. El mandato era rotundo: sé fuerte, pero dulce con ella; sé proveedor, pero también amante, compañero, soporte. Y sí, en innumerables hogares resonaba la misma frase: “a la mujer se le respeta”, “a la mujer no se le toca ni con el pétalo de una rosa”.
Esta enseñanza, aunque valiosa en algunos de sus principios, fue profundamente parcial. Porque si bien se nos exigió dar, cuidar, sostener y ser pilares emocionales inamovibles, muy poco se nos enseñó sobre cómo recibir, cómo pedir ayuda, cómo mostrarnos frágiles sin ser inmediatamente juzgados o menospreciados. Se nos programó para ofrecer sin límites, pero no para reconocer y mucho menos para expresar nuestra propia necesidad. Y es precisamente ahí donde comienza una fractura invisible, una herida silenciosa.
La pregunta que inevitablemente surge es: ¿recibieron las mujeres una educación similar, igualmente profunda y detallada, en relación con cómo tratar emocionalmente a un hombre? ¿Sus padres o madres les susurraron de pequeñas: “cuando crezcas, entiende a tu pareja, sé su refugio, valora su esfuerzo, cuídalo cuando no tenga palabras para pedirte cuidado”? ¿Les enseñaron a descifrar el silencio masculino no como indiferencia o frialdad, sino como una forma dolorosamente aprendida de esconder el sufrimiento o la vulnerabilidad? ¿Alguien les hizo saber que el hombre también anhela ser apapachado, sostenido, admirado en su propia humanidad, más allá de su rol de proveedor o protector?
En una abrumadora cantidad de casos, la respuesta es un resonante no. Y esto no se debe a maldad ni a negligencia consciente, sino a que, culturalmente, la educación emocional ha sido, para ambos, profundamente desigual y asimétrica. A las niñas se les instruyó para aspirar al amor, pero también para desconfiar, para protegerse del hombre. Para ser amadas, sí, pero con una dosis implícita de cautela. A ser sensibles, por supuesto, pero no siempre comprensivas con esa masculinidad que se edificó sobre la represión y la ocultación de las emociones. En el imaginario colectivo, el hombre era la personificación de la fortaleza, el proveedor incansable, a veces distante, a veces frío, pero nunca, bajo ninguna circunstancia, necesitado de ternura o de un cuidado que trascendiera lo funcional. Por eso, muchas mujeres crecieron sin las herramientas ni el conocimiento para cuidar emocionalmente a un hombre, más allá de la idealización del “buen esposo” o de un rol casi maternal que, a la larga, tampoco satisface plenamente.
Hoy, nos encontramos viviendo una época de vertiginosa transición. Las mujeres han luchado con una justicia innegable por conquistar espacios de independencia, de liderazgo, de libertad emocional y profesional, y lo han logrado. Pero en ese camino de redefinición, los vínculos también se están transformando de raíz. Y en medio de esta evolución, muchos hombres sienten que se les sigue exigiendo ser proveedores emocionales y afectivos incuestionables, mientras que sus propias necesidades, esas que nunca se les permitió expresar, quedan desdibujadas, malinterpretadas o simplemente ignoradas. Esto no se trata de buscar culpables, sino de reconocer una brecha de entendimiento, una desconexión palpable que se ha hecho dolorosamente evidente.
Esto no es una guerra de sexos, ni una competencia absurda. Es, más bien, una conversación profundamente pendiente y urgente. La verdadera pregunta que debemos hacernos no es si los hombres fueron los únicos que aprendieron a dar, ni si las mujeres fueron las únicas que aprendieron a recibir. La pregunta crucial es si estamos dispuestos, ambos, con honestidad y coraje, a desaprender lo que nos limita, lo que nos aprisiona en viejos moldes, y a aprender con apertura lo que el otro, el ser humano frente a nosotros, genuinamente necesita para sentirse visto y amado.
Los hombres, al igual que todos, también anhelan sentirse vistos en su totalidad, queridos por quienes son, comprendidos en sus silencios y sus luchas internas, sin tener que pagar el precio de su humanidad con el aislamiento o un silencio ensordecedor. Y la inmensa mayoría de las mujeres están dispuestas a ofrecer esa comprensión y ese cuidado, solo que la sociedad nunca les enseñó cómo hacerlo, nunca les proporcionó las coordenadas de ese mapa emocional masculino. Por eso, el desafío actual nos incumbe a todos, juntos, hombro con hombro, construir una nueva forma de relacionarnos. Una forma más empática, más justa en su reciprocidad, más honesta en sus expresiones. Donde amar no sea jamás un acto unilateral de entrega, sino un intercambio profundo, sagrado, entre dos seres humanos que reconocen en el otro y en sí mismos la necesidad y el derecho al cuidado, a la ternura y a una comprensión que realmente nutra.
Quizás es en esa nueva educación emocional, que aún estamos inventando y explorando paso a paso, donde finalmente podamos encontrarnos de verdad, en nuestra esencia más auténtica.
Existe una verdad incómoda, una herida abierta en el corazón de muchísimas relaciones contemporáneas: generaciones enteras de hombres y mujeres fueron educados, programados, para un mundo que simplemente ya no existe. Esta disonancia se manifiesta a diario en malentendidos dolorosos, en frustraciones que brotan de la nada y en conflictos que, aunque parezcan irracionales, tienen raíces profundas en los códigos emocionales y sociales tan dispares que recibimos durante nuestra formación más temprana.
La educación masculina tradicional operaba bajo un sistema de reglas explícitas y rígidamente específicas. Desde los primeros años de la infancia, los hombres aprendían que su valor intrínseco, su dignidad, se medía por su inquebrantable capacidad de proteger a los suyos, de proveer sin fallar y, sobre todo, de mantener una compostura emocional imperturbable, una fortaleza de roca. "Los hombres no lloran" no era una simple frase, sino un mandato existencial que moldeaba la arquitectura emocional de generaciones completas. Aprender a abrir puertas, ceder el asiento, pagar la cuenta en cualquier circunstancia y desplegar una galantería impecable no eran meras cortesías superficiales, sino componentes esenciales de una identidad masculina que se construía en oposición directa a la vulnerabilidad, a la dependencia y a la expresión abierta de la necesidad.
Esta educación, por más restrictiva que fuera en su alcance emocional, ofrecía a los hombres un marco de referencia inequívocamente claro. Los niños crecían sabiendo, con certeza cristalina, qué se esperaba de ellos en sus futuras relaciones: ser el pilar inamovible, el proveedor incansable, el protector implacable. La reciprocidad emocional, si es que existía, era implícita, se daba por sentada dentro de roles complementarios que, en aquella época, parecían tan naturales como la respiración e inmutables como las montañas.
Sin embargo, sería un error fundamental, una simplificación inexacta, caracterizar la educación femenina como simplemente ausente o incompleta. Las mujeres también fueron sometidas a una educación intensa y específica, pero bajo parámetros diametralmente opuestos. Fueron socializadas, casi desde la cuna, para ser cuidadoras innatas, mediadoras de conflictos, y para encontrar su más profunda realización a través del servicio incondicional a los demás. La noción de "una mujer virtuosa" se encarnaba en aquella que sabía callar con sabiduría en el momento preciso, que anteponía las necesidades de su familia y de su entorno a las suyas propias, y que hallaba una satisfacción genuina en el bienestar de los otros, mucho más que en sus propios logros o ambiciones personales.
Esta educación femenina era, al igual que la masculina, igualmente rígida y limitante en su propio camino, pero su foco principal recaía en la abnegación total y el sacrificio personal como las virtudes supremas. Las niñas aprendían a leer las emociones ajenas con una agudeza asombrosa, a mediar en los conflictos más intrincados, a crear una armonía perfecta en el hogar, pero también, y de manera crucial, a silenciar sus propias necesidades, sus propios anhelos y sus ambiciones más íntimas. No se les enseñaba, bajo ninguna circunstancia, a exigir, a negociar sus propios términos, o a priorizar su propio bienestar sin que una profunda culpa las embargara al instante.
La tensión contemporánea, esa que tanto nos confunde y frustra, surge precisamente de la colisión frontal entre estas dos educaciones complementarias, antaño funcionales, y un mundo que, simplemente, ya no opera bajo aquellos principios. Los movimientos sociales de las últimas décadas han impulsado y alentado a las mujeres a desarrollar su autonomía personal, a perseguir ambiciones profesionales antes impensables y, de manera crucial, a cuestionar dinámicas de poder y de relación que antes se consideraban tan naturales como el aire que respiramos. Simultáneamente, aunque de forma más lenta y menos visible, se ha comenzado a cuestionar, de manera incipiente, la rigidez asfixiante de los roles masculinos tradicionales.
El resultado de esta colisión es un panorama humano de una complejidad abrumadora, donde ambos géneros se encuentran navegando a ciegas en un territorio emocional desconocido. Los hombres que crecieron con códigos específicos y bien definidos sobre cómo tratar a las mujeres se encuentran, con desconcierto y a veces resentimiento, con que estos códigos son ahora rechazados o, peor aún, interpretados como gestos condescendientes o paternalistas. Las mujeres, por su parte, que han sido valientemente alentadas a desarrollar su autonomía y a expresar sus necesidades con claridad, se enfrentan a una culpa internalizada que las carcome y a una flagrante falta de modelos sobre cómo hacerlo de una manera que sea verdaderamente constructiva y saludable para todos.
Esta transformación no es un proceso lineal ni tampoco uniforme. Coexisten en nuestra sociedad múltiples generaciones, cada una portadora de sus propios marcos de referencia emocionales y sociales, creando un mosaico intrincado de expectativas dispares y, por ende, de profundos malentendidos. Un hombre que, de buena fe, considera que pagar la cuenta es una innegable muestra de respeto y caballerosidad puede encontrarse con una mujer que, desde su nueva perspectiva, lo interpreta como una negación implícita de su independencia y de su capacidad. Una mujer que, con valentía, expresa directamente sus necesidades y deseos puede ser percibida como "demandante" o "exigente" por alguien educado bajo códigos donde las necesidades femeninas se expresaban, por norma, de manera indirecta, velada y casi siempre a través de señales sutiles.
La clave fundamental para comenzar a comprender esta dinámica tan compleja radica en reconocer, con humildad y empatía, que no estamos ante un problema de educación "incompleta" de un género versus el otro, sino ante la obsolescencia de un sistema completo de roles complementarios que, sencillamente, ya no se ajusta ni se corresponde con la intrincada realidad contemporánea. Tanto hombres como mujeres fueron educados, con rigor y precisión, para ejecutar una danza específica, coreografiada por siglos de tradición. Pero la música ha cambiado drásticamente, y ahora, de manera imperativa, ambos deben aprender nuevos pasos, nuevos ritmos, nuevas armonías.
Esta transición urgente requiere una dosis considerable de empatía profunda y una paciencia casi infinita. Los hombres necesitan comprender, desde lo más profundo de su ser, que muchas mujeres están aprendiendo, a veces con gran dificultad, a valorar y a expresar sus propias necesidades después de décadas, incluso siglos, de ser educadas para priorizarlas siempre en último lugar, si es que lo hacían. Las mujeres, a su vez, necesitan reconocer, con la misma empatía, que muchos hombres están genuinamente confundidos, desorientados, sobre cómo navegar relaciones donde las reglas que aprendieron con tanto esfuerzo ya no aplican de manera universal, ni mucho menos evidente.
La solución no reside en romantizar un pasado que ya no volverá, ni en descartarlo por completo sin reconocer sus méritos. Los valores de cuidado, protección y servicio, que tan profundamente caracterizaron la educación tradicional de ambos, tienen un mérito innegable, sí, pero necesitan ser redefinidos y recontextualizados dentro de marcos de reciprocidad equitativa y de respeto mutuo e incondicional. La galantería, por ejemplo, puede coexistir en perfecta armonía con la autonomía femenina cuando ambas partes involucradas comprenden y respetan las intenciones subyacentes y los límites claros que cada uno establece.
El proceso de aprendizaje debe ser, por fuerza, bidireccional, un intercambio constante. Los hombres necesitan desarrollar habilidades que quizás no fueron ni siquiera mencionadas en su educación original: la capacidad de expresar vulnerabilidad sin temor al juicio, la valentía de comunicar necesidades emocionales con claridad y la habilidad para negociar espacios de intimidad y conexión sin recurrir única y exclusivamente a los roles tradicionales y ya caducos de proveedor o protector inmutable. Las mujeres, por su parte, necesitan aprender a valorar y a expresar sus propias necesidades con honestidad, sin sentir una gota de culpa, a establecer límites claros y firmes, y a reconocer que cuidar de sí mismas no es un acto de egoísmo, sino una condición indispensable, una base innegociable para la construcción de relaciones verdaderamente saludables y equitativas.
Esta transformación exige, además, reconocer que la comunicación directa, explícita y la negociación abierta de las necesidades son habilidades esenciales que ambos géneros deben cultivar con urgencia. Los códigos implícitos, los sobreentendidos y las señales veladas que funcionaron en generaciones anteriores ya no son, ni por asomo, suficientes en un mundo donde las expectativas, las identidades y los roles están en una constante y vertiginosa redefinición.
El aparente "confrontamiento" entre géneros que hoy se percibe, esa tensión subyacente que a menudo se manifiesta, no es, en absoluto, inevitable, pero sí es profundamente comprensible como una parte natural y a veces dolorosa de un proceso de adaptación social de una magnitud sin precedentes. Las frustraciones, los malentendidos y las heridas emocionales que experimentamos a diario son síntomas claros de una sociedad en plena transición, donde los viejos mapas emocionales, con sus rutas marcadas, ya no corresponden ni remotamente al vasto y desconocido territorio que estamos explorando.
La esperanza, sin embargo, reside en la capacidad de reconocer, con humildad, que todos estamos aprendiendo. La generación que creció con códigos rígidos y limitantes está descubriendo, a tientas, nuevas formas de relacionarse, mientras que las generaciones más jóvenes están, en este mismo instante, creando y ensayando sus propios marcos de referencia, sus propias reglas del juego emocional. Este proceso es, sin duda, desordenado, a veces doloroso, pero también está rebosante de posibilidades infinitas para crear relaciones más auténticas, más profundas y, en última instancia, más satisfactorias para todos los involucrados.
La empatía mutua se erige, entonces, como el fundamento esencial, la piedra angular, para navegar con éxito esta compleja transformación. Comprender, genuinamente, que tanto hombres como mujeres están operando desde sus propias educaciones, sus propias historias y sus propias experiencias, y que ambos, a su manera, están haciendo su mejor esfuerzo por adaptarse a un mundo que no deja de cambiar, puede ser el punto de partida, el abrazo inicial, para construir nuevas y poderosas formas de relacionarse que verdaderamente honren la humanidad de cada uno.
Al final, la meta suprema no es la de crear nuevos códigos rígidos que simplemente reemplacen a los antiguos, reproduciendo los mismos errores bajo otra forma. La meta es desarrollar la flexibilidad, la apertura mental y la comunicación profunda necesarias para que cada relación individual, cada vínculo único, pueda encontrar su propio y particular equilibrio. Esto exige, fundamentalmente, abandonar la idea de que existe una forma "correcta" universal de relacionarse y, en su lugar, abrazar con valentía la riqueza y la complejidad de crear conexiones auténticas en un mundo que está en constante, maravillosa y a veces abrumadora evolución.
La transformación que estamos viviendo, aunque desafiante, no es una crisis terminal, sino una oportunidad gloriosa. Una oportunidad sin precedentes para que hombres y mujeres se relacionen, por fin, desde su humanidad completa, desde la totalidad de lo que son, más allá de los roles limitantes que les fueron asignados por el pasado. Es la oportunidad de construir juntos nuevas formas de amor, de respeto mutuo y de reciprocidad verdadera que honren tanto la sabiduría inherente a ciertas tradiciones del pasado como las infinitas posibilidades que nos depara el futuro.
Y eso, al final, ya no es tu carga.
Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan.
Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.
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