Por: Ricardo Abud
Vivimos en una época donde la mentira ha mutado, ya no es aquel arte sofisticado que requería inteligencia, estrategia y una coherencia interna impecable.
No, hoy nos enfrentamos a algo mucho más insidioso y, extrañamente, más revelador: la mentira parasitaria. Esta brota de la mediocridad cerebral más absoluta, donde quien la pronuncia ni siquiera se molesta en construir una narrativa creíble.
Hay una clase de mentira que resulta particularmente agotadora. No es la que busca poder, ni la que disfraza la realidad para sobrevivir. Es algo más básico, incluso vulgar. Hablamos de la mentira que inventa heridas inexistentes, que se disfraza de víctima mientras, en realidad, empuña el cuchillo. Esta mentira, tan endeble y torpemente elaborada, aparece con frecuencia en aquellos que, al verse descubiertos, inventan argumentos retrospectivos del pasado. Necesitan seguir tejiendo la estupidez, carecen de claridad y la honestidad no es su característica básica, pero, irónicamente, fabrican el mismo escenario que denuncian.
Estos mentirosos de nueva generación operan bajo una premisa fascinante: creen que sus invenciones son creíbles solo por el hecho de haberlas pronunciado. No hay elaboración, ni consistencia, ni el mínimo esfuerzo para que las piezas encajen. Es como si el simple acto de mover los labios o escribir unas líneas fuera suficiente para crear una realidad alternativa que el resto del mundo debería aceptar sin cuestionamientos.
Esta "mediocridad mental" se manifiesta de manera grotesca en ciertos contextos sociales y relacionales. Pensemos, por ejemplo, en el fenómeno de quienes atacan el concepto de la "friend zone" y se rebuscan situaciones, mientras, simultáneamente, intentan crearla ellos mismos. La hipocresía aquí no solo es evidente, es estructuralmente deficiente desde su concepción, como si fuera una trampa cruel tejida por personas insensibles que no supieron ver su "verdadero valor." Como si ser amigos fuera una especie de castigo y no una elección legítima. Como si el afecto solo tuviera valor cuando es correspondido exactamente como ellos lo imaginan. Pero lo más irónico no es la queja; es que son ellos quienes colocan cada ladrillo de esa supuesta cárcel emocional. Cuando alguien te acusa y nombra la friend zone, es porque ya está en su propia friend zone personal, degustando la infidelidad.
Analicemos esta contradicción con la frialdad que merece: una persona que critica y ataca el concepto de "friend zone" como si fuera una injusticia cósmica, mientras al mismo tiempo emplea tácticas manipuladoras para generar exactamente esa situación. La lógica interna de esta postura es tan frágil que se desmorona ante el más mínimo escrutinio.
¿Cómo es posible que alguien denuncie algo que activamente intenta crear? La respuesta reside en esa mediocridad cerebral de la que hablábamos. No han reflexionado lo suficiente para darse cuenta de la contradicción inherente en su posición. O peor aún: lo saben, pero creen que los demás somos demasiado ingenuos para notarlo. Porque eso es lo que realmente es una mentira mal construida: un insulto a la inteligencia del receptor. Cuando alguien nos miente con tal descaro y falta de elaboración, nos está diciendo implícitamente que considera que nuestra capacidad de análisis es tan limitada que tragamos cualquier cosa que nos presente.
Fingen haber sido arrinconados, cuando en realidad se posicionan estratégicamente. Dan, halagan, acompañan, todo con una expectativa oculta: ser compensados emocional o sexualmente. Y si no obtienen lo que quieren, no asumen su responsabilidad emocional. No. Se inventan una narrativa en la que son mártires de un sistema frío que premia a los "malos" y castiga a los "buenos." Y como su mentira no requiere pensamiento, no la examinan. La repiten. Se convencen. Se la venden a otros.
No es solo una mentira hacia afuera; es una mentira hacia adentro, diseñada para no afrontar una verdad incómoda: que no les interesa tanto la otra persona como el lugar que quieren ocupar en su vida. No es amistad, es una inversión con interés acumulado. Y cuando no les pagan como esperan, gritan traición. Se victimizan. Hablan del "rechazo injusto," cuando en realidad, nunca hubo un contrato. Solo un guion que ellos mismos escribieron y se negaron a compartir con el otro.
La friend zone, en muchos casos, no existe. Lo que existe es la falta de madurez emocional, la pobre comunicación y las malas intenciones y, sobre todo, la mentira parasitaria que encubre el ego herido. No se trata de amor no correspondido, se trata de manipulación emocional frustrada. De no saber qué hacer cuando el otro no responde al juego emocional que uno creía tener bajo control, incluso cuando ya están inmersos en una relación íntima desde mucho tiempo atrás.
Y es aquí donde volvemos al punto central: no es que las personas sean grandes mentirosas. Es que son demasiado flojas mentalmente para elaborar sus propias mentiras. Ni siquiera se esfuerzan por hacerlas creíbles. Dicen "me usaron" cuando nunca fueron claros. Dicen "me rompieron, me quebraron" cuando lo que querían era imponerse. Y lo peor es que esa mentira, tan mediocre y ruidosa, se propaga rápidamente. Porque en una sociedad donde pensar cuesta, sentir que uno es víctima sale barato. Crean narrativas tan burdas que piensan que se las han creído, teniendo ya planes elaborados de la A a la Z.
Es una forma de violencia intelectual sutil pero devastadora. No solo intentan distorsionar nuestra percepción de la realidad, sino que lo hacen de la manera más despectiva posible: sin siquiera esforzarse por hacer creíble su engaño.
La mentira parasitaria tiene características distintivas. Veremos una inconsistencia temporal, donde lo que se dijo ayer contradice lo de hoy, y ambas versiones chocan con lo que dirán mañana. Hay una notable falta de detalles coherentes; cuando se les pregunta por especificidades, improvisan sobre la marcha, creando versiones cada vez más inverosímiles. Observaremos una proyección defensiva, acusando a otros precisamente de aquello que ellos mismos practican, como una forma primitiva de desviar la atención. Finalmente, una ausencia de autoconsistencia, donde sus acciones contradicen sistemáticamente sus palabras, sin que parezcan conscientes de ello.
El problema de las mentiras parasitarias trasciende la simple molestia personal. Estas prácticas erosionan el tejido social de la confianza, creando un ambiente donde la comunicación auténtica se vuelve casi imposible. Y lo más grave: normalizan la mediocridad intelectual. Cuando aceptamos mentiras mal construidas sin cuestionarlas, estamos participando en la degradación del discurso público. Estamos enviando el mensaje de que no esperamos algo mejor, que nos conformamos con la versión más simple y conveniente de los hechos, sin importar cuán obviamente falsa sea.
Aquí surge una pregunta incómoda pero necesaria: ¿Cuál es nuestra responsabilidad como receptores de estas mentiras baratas? ¿Tenemos la obligación de señalar la inconsistencia, de exigir coherencia, de negarnos a participar en este teatro del absurdo? La respuesta, creo, es un rotundo sí. No por crueldad o por un afán de superioridad moral, sino por respeto a nosotros mismos y por responsabilidad hacia la calidad del discurso que toleramos en nuestro entorno.
Porque las mentiras parasitarias son, en última instancia, un espejo de nuestra sociedad. Reflejan una cultura donde la velocidad importa más que la veracidad, donde la comodidad del autoengaño prevalece sobre la incomodidad de la honestidad, y donde hemos normalizado la mediocridad intelectual hasta el punto de ya no reconocerla como tal.
No se trata de ser implacables o de negar la posibilidad del perdón y la comprensión. Se trata de mantener estándares básicos de coherencia y honestidad intelectual. Se trata de negarse a participar en el juego donde las mentiras mal construidas pasan por verdades aceptables. Si queremos un discurso público más elevado, si aspiramos a relaciones más auténticas, si buscamos una sociedad donde la verdad tenga algún valor, debemos empezar por nosotros mismos: exigiendo mejor, esperando más y negándonos a aceptar la mediocridad disfrazada de realidad.
La honestidad emocional, por el contrario, exige esfuerzo. Requiere mirarse, cuestionarse, asumir errores sin escudos narrativos. Pero eso cansa. Es más fácil mentir, aunque sea mal, aunque nadie se lo crea, aunque sea solo para no enfrentarse a uno mismo.
Porque al final del día, las mentiras parasitarias nos dicen más sobre quien las cuenta que sobre los temas de los que hablan. Son una confesión involuntaria de mediocridad intelectual, de desprecio hacia los demás, y de una relación fundamentalmente deshonesta con la realidad. Y eso, paradójicamente, puede ser la verdad más reveladora de todas.
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