El Inventario de los Fantasmas


Por: Ricardo Abud

En nuestros hogares, practicamos una especie de evocación inconsciente. Cada mañana, durante semanas o meses después de una partida, seguimos el rito de poner dos tazas en la mesa. El café se prepara para dos, incluso sabiendo que solo hay una boca para beberlo.El cuerpo, más fiel que la mente, continúa ejecutando rituales para un fantasma. Y lo peor no es que lo hagamos, lo peor es el segundo en que nos damos cuenta. Ese momento en que la mano se detiene en el aire sosteniendo la segunda taza y el cerebro finalmente se pone al día con la realidad. Ahí es donde el dolor se vuelve físico.

Lo que llamamos "extrañar" es en realidad una forma de habitar dos tiempos simultáneamente. Estás en el presente, tú cuerpo ocupa espacio, tus pulmones procesan aire, pero tu mente está atascada en un bucle temporal donde el otro todavía existe en tu cotidianidad. Es como vivir en una casa encantada donde el fantasma eres tú mismo: el tú que todavía espera, que todavía se voltea cuando escucha pasos, que todavía guarda anécdotas en un bolsillo invisible para compartirlas con alguien que ya no está ahí para escucharlas.

Pero hay algo más perturbador que el dolor: el descubrimiento gradual de que habías tejido tu identidad entera con los hilos de otra persona. No era amor solamente, era algo más totalitario. Habías aprendido a verte a través de sus ojos, a validar tus decisiones con su aprobación imaginada, a medir tu valor en la moneda de su atención. Y ahora que se fueron, te quedas con un yo que es como un traje cosido para un cuerpo que ya no existe. Te queda grande en algunos lugares, apretado en otros, y no sabes cómo volver a vestirte para ti mismo.

El cuerpo, mientras tanto, se revela de maneras extrañas. Aparece un temblor que no es frío ni miedo, o tal vez es ambos, fundidos en algo nuevo. Es como si cada célula hubiera aprendido a existir en función de otra persona, y ahora que esa persona no está, las células no supieran qué hacer. El sistema nervioso, desorientado, dispara señales contradictorias. El corazón late demasiado rápido o demasiado lento. El estómago rechaza la comida o la pide con desesperación. El sueño se vuelve imposible o interminable. El cuerpo está tratando de recalibrarse, de encontrar un nuevo equilibrio, pero el proceso es torpe y doloroso.

Y entonces, en medio de esa confusión somática, aparece la pregunta que más aterra: ¿Quién soy cuando nadie me está mirando? No es una pregunta filosófica, es práctica, urgente. Porque resulta que gran parte de lo que considerabas tu personalidad era en realidad una performance. No consciente necesariamente, pero performance al fin. Eras gracioso porque eso los hacía reír. Eres fuerte porque ellos necesitaban que lo fueras. Eras de cierta manera porque esa manera funcionaba en la economía afectiva que habían construido juntos. Y ahora que el público se fue, el actor se quedó en el escenario sin saber qué papel interpretaría.

Nadie nos prepara para este tipo de soledad. No la soledad de estar físicamente solo, esa es fácil, casi trivial. Es la soledad ontológica: el terror de descubrir que tu sentido de ser depende de la presencia de otro. Que sin su mirada, sin su voz diciéndote quién eres, te vuelves difuso, incierto, casi inexistente. Es como si hubieras sido un dibujo hecho con tinta invisible que solo se revelaba bajo cierta luz, y ahora que esa luz se apagó, vuelves a ser invisible incluso para ti mismo.

Pero hay un giro en esta historia, un giro que solo se revela a quienes tienen el coraje de no huir. Porque ese vacío que tanto aterra no es un defecto. Es un espacio. Y todo espacio puede ser habitado. El problema es que nunca nos enseñaron a habitar nuestro propio espacio interior. Al contrario: nos enseñaron que ese espacio debía ser llenado por otros. Que el amor significaba fusión, no compañía. Que estar completo requería de otra mitad. Y ahora la vida te está dando una lección brutal pero necesaria: nadie puede vivir en tu espacio interior excepto tú.

El proceso de aprender esto es lento y se parece más a la cicatrización que a la curación. No hay un día en que despiertas y todo está resuelto. Hay, en cambio, pequeños momentos de tregua. Un café que disfrutas solo porque te gusta su sabor, no porque alguien más esté ahí para validar que está bueno. Una decisión que tomas sin consultar con la versión mental de la persona que se fue. Una noche en que el silencio no se siente como una amenaza sino como un espacio donde finalmente puedes escuchar tu propia respiración.

Y en esos momentos, fugaces al principio, más duraderos después, aparece algo inesperado. No es felicidad. Todavía no. Es algo más fundamental: es el sentimiento de que puedes sostenerte. De que tu existencia no depende de la presencia de nadie más. De que el suelo bajo tus pies, aunque tembloroso, es real. Y que ese temblor que sentías no era colapso, era el cuerpo aprendiendo una nueva manera de estar de pie.

El dolor de la pérdida no es solo sobre lo que se fue. Es sobre lo que siempre faltó: la relación contigo mismo. Esa relación que sacrificaste en el altar del amor, de la aceptación, del miedo a estar solo. Y ahora la vida, con su crueldad compasiva, te está dando la oportunidad de construirla. No porque sea fácil. No porque sea lo que pediste. Sino porque es lo único que puede sostenerte cuando todo lo demás se desmorona.

Y eso, al final, ya no es tu carga. 

 Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan. 
Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.

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