Una amistad eterna


Por: Ricardo Abud

Existe una creencia, casi un anhelo universal, que habita en lo más profundo del corazón humano: la idea de una amistad que no se fractura. Esa que imaginamos inquebrantable, impermeable al paso del tiempo, a la distancia y a los embates de la vida. No se trata de una simple relación, sino de un refugio del alma, un puerto al que siempre se puede regresar, sin importar la tormenta.

Pero, ¿Qué hace que un vínculo así trascienda lo común? No es la ausencia de conflicto, sino la elección constante de superarlo. La amistad eterna no es un don mágico que se recibe, sino una obra de arte que se esculpe a diario con las herramientas del respeto, la vulnerabilidad y la memoria compartida.

He observado a esas personas afortunadas que tienen a alguien. Alguien con quien, décadas después de haberse separado por continentes, pueden retomar una conversación exactamente donde la dejaron. “Con él,” suelen decir con una sonrisa suave, “el tiempo no pasa. Se detiene.” Esa es la primera cualidad: la atemporalidad. No necesitan ponerse al día de forma compulsiva porque la esencia del otro ya está grabada a fuego en su propio ser. El cariño no reside en la frecuencia de la comunicación, sino en la profundidad del silencio compartido.

La segunda cualidad es la aceptación radical. Te conocen tus grietas, tus sombras y tus fracasos más estruendosos, y no retroceden. Al contrario, extienden una mano no para ayudarte a levantarte, sino para sentarse a tu lado en el suelo y preguntarte: “¿Y ahora qué aprendimos?”. No hay lugar para la actuación. Puedes ser exactamente quien eres, en tu versión más gloriosa o en tu momento más desastroso, y sabes que la mirada que te devuelve no será de juicio, sino de un entendimiento profundo y compasivo.

Y entonces llegamos a la prueba de fuego: la lealtad en la fractura. Incluso los lazos más sólidos pueden agrietarse. Un malentendido, una palabra fuera de lugar, la vida priorizando otros frentes… La amistad eterna no es la que evita estas grietas, sino la que las sella con el oro de la humildad y el perdón. La metáfora japonesa del Kintsugi es perfecta: la pieza no esconde sus roturas, las embellece. Se vuelve más fuerte y más bella por haber sido reparada. Un amigo eterno es aquel que, tras una discusión, elige la relación por encima del ego. Llama. Vuelve. Reconstruye.

Al final, la amistad que no se fractura es un acto de fe mutua. Es un pacto silencioso que dice: “Creo en ti, incluso cuando tú dejas de creer. Te elijo, incluso cuando la vida te empuja a otros caminos. Te guardo un lugar en mi mesa, en mi teléfono y en mi historia, porque tu existencia ha quedado entrelazada con la mía”.

No son muchos los que llegan a ocupar este lugar sagrado. Tal vez uno o dos en toda una vida. Pero su valor es incalculable. Son los testigos de nuestra existencia, los guardianes de nuestras versiones pasadas y los creyentes de nuestro futuro. Son el recordatorio más humano de que, aunque caminemos solos por el mundo, no estamos solos.

En un universo que a menudo se siente vasto e indiferente, ellos son nuestra constelación personal. Puntos de luz fijos que nos guían, nos recuerdan quiénes somos y nos aseguran que, pase lo que pase, siempre habrá un “nosotros” al que volver. Ese es el milagro cotidiano, la trama invisible que teje la vida con sentido: la amistad eterna.


Y eso, al final, ya no es tu carga. 

 Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan. 
Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.

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