Su adiós abre un vacío inmenso, una herida profunda en la memoria afectiva de quienes tuvimos el inmenso privilegio de compartir con él los años más formativos, intensos y fraternos de nuestras vidas. Pero, paradójicamente, este dolor también despierta un caudal inagotable de recuerdos que honran su paso por este mundo.
Gentil era un hombre cuyo nombre parecía haber sido elegido por el destino para describir su esencia: era gentil de espíritu, noble de alma y generoso hasta el límite de sus fuerzas. Poseía esa serenidad de los hombres sabios y un corazón de esos que, lamentablemente, ya escasean en el mundo.
Al cerrar los ojos y recordarlo, la memoria me transporta instantáneamente a nuestra amada Moscú, a los pasillos de la residencia de Pavlovskaya y, muy especialmente, a aquel mítico cuarto 183. Ese pequeño espacio fue mucho más que un dormitorio de estudiantes; fue un santuario donde la vida nos hermanó para siempre. Allí, mientras afuera el invierno ruso cubría de blanco la ciudad, adentro florecía el calor humano.
Recuerdo con una nitidez cinematográfica a Gentil y a Washington, nuestro querido hermano ecuatoriano, oficiando el ritual diario de la supervivencia. Cocinaban juntos con una destreza casi científica, obrando el milagro de convertir la escasez en abundancia, estirando el modesto estipendio con ingenio y solidaridad y sobre todo de bondad. Yo soy testigo fiel de esa bondad: ellos me salvaron del hambre en incontables ocasiones. Les debo muchas comidas, es cierto, pero sobre todo les debo la certeza absoluta de que, en aquellos años lejos de casa, jamás estuve solo.
Gentil no solo alimentaba el cuerpo, también alimentaba el espíritu del grupo. Fue un compañero infaltable en cada actividad cultural, siempre dispuesto, siempre alegre. La imagen de él vestido de cosaco permanece intacta en mi retina: bailando con un entusiasmo contagioso en las presentaciones organizadas por nuestras profesoras de ruso, arrancando aplausos y risas, demostrando que la fraternidad no tiene fronteras ni idiomas. Aquellas imágenes son parte del álbum imaginario e imborrable que guardamos de la Universidad Patricio Lumumba, esa casa que fue nuestra verdadera escuela de vida.
No hace mucho, el destino nos regaló una última conversación. Gentil, con su voz pausada y serena, me hablaba de sus logros profesionales, pero sobre todo, del inmenso orgullo que sentía por su familia. Me contaba la satisfacción de ver crecer a su hijo y la gratitud por la vida que había logrado construir tras su regreso.
Aunque nunca volvió físicamente a pisar el suelo de nuestra amada Moscú, esa ciudad que adoptamos como segunda patria, me gusta pensar que la nostalgia tiene sus propios caminos. Imagino que, en sus últimos días, su espíritu pudo despedirse de ella en silencio: caminando nuevamente por la Avenida Lenin, sintiendo el aire frío en el rostro, evocando los cuartos del edificio y abrazando a los amigos que hicieron de esos años una época irrepetible. Porque Moscú no se olvida; se lleva incrustada como un segundo corazón hasta el final.
Es duro aceptar que, poco a poco, se van apagando las luces de nuestros hermanos. Cada partida nos recuerda la fugacidad del tiempo, pero también reafirma que fuimos parte de algo inmenso, hermoso y único. La hermandad que nació en la URSS, en aquellos años donde la juventud era una llama incansable, es un lazo que ni la muerte puede romper.
A su esposa y a su hijo, les envío la mayor de las condolencias y mi abrazo solidario. Ojalá encuentren consuelo en saber qué Gentil fue un hombre extraordinario, amado, respetado y recordado por quienes compartimos con él una vida de aprendizaje y sueños comunes. Su legado no es solo lo que construyó en vida, sino el amor que dejó en cada uno de nosotros.
Hoy despedimos a un hermano, a un compañero leal, a un ser humano profundamente bueno.
Gracias, querido Gentil. Gracias por el pan compartido en la mesa humilde, por las risas que desafiaban al frío, por tu bondad sin cálculo y por tu amistad incondicional.
Descansa en paz, hermano. Tu memoria seguirá viva en cada anécdota, en cada risa compartida y en el inmenso cariño que dejaste sembrado para siempre en nuestra historia colectiva. Hasta el próximo encuentro, día en que no habrá más despedidas.
Hasta siempre. Tu hermano de la Universidad de la Amistad de los Pueblos, Patricio Lumumba.
Ricardo Abud.
Gentil, mi pana del alma
En la nieve antigua de Moscú aún queda tu paso,
una huella tibia que no borró el invierno.
Allí, entre pasillos de sueños y acentos cruzados,
tu risa era un fuego pequeño que nos reunía hacia adentro.
En el cuarto 183 tu bondad era un refugio,
la olla compartida, la palabra que nunca faltó.
Tú y Washington, cómplices del hambre y del cariño,
convertían el estipendio en un milagro mayor.
Fuiste cosaco danzante en nuestras memorias vivas,
alma noble que el viento soviético abrazó.
Siempre listo a tender la mano, siempre atento,
hermano forjado en la fragua del rigor y del amor.
Hoy tu luz se eleva, pero no se apaga,
camina de nuevo las calles que tanto amaste.
Y en nosotros queda, intacta, tu presencia clara:
un hombre bueno que el tiempo jamás deshace.
Que tu viaje sea leve, querido Gentil del alma,
compañero eterno de juventud y fraternidad.
Porque en cada uno de nosotros, sin despedidas,
seguirás viviendo… en la memoria y en la hermandad.

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