Hay arquitectos que jamás tocan un plano, constructores que levantaron catedrales con el simple material de su ausencia presente. Mi padre fue uno de esos hombres que edificó imperios en miniatura mientras el mundo lo miraba como un obrero más del engranaje. Pero yo, con los ojos limpios que da la distancia, ahora veo la verdad: fue un titán disfrazado de hombre común, un guerrero que cambió la espada por el overol y nunca dejó de batallar.
Cuando pienso en él, no veo una figura heroica de película. Veo grietas. Fisuras en los nudillos. Ríos secos donde alguna vez hubo lágrimas que se tragó antes de que tocaran el suelo. Mi papá era un dique humano, conteniendo mareas de preocupación para que nosotros pudiéramos nadar en aguas tranquilas, ajenos a la tormenta que rugía en sus adentros.
Nunca aprendió el idioma del dolor. Le enseñaron desde niño que un hombre era un muro, no un puente. Que sentir era privilegio de otros, y que su destino era el de los cipreses: estar firme mientras el viento arranca todo a su paso. Así vivió, como un árbol silencioso dando sombra, sin pedir nunca que alguien descansara bajo la suya.
Cargaba una mochila fantasma. Invisible para mis ojos de niño, pero tan real como el oxígeno. Dentro, no había ropa ni libros. Había facturas con números rojos, había conversaciones difíciles que ensayaba mentalmente en su moto vespa o en su carro SIMCA, había pedazos de su juventud que sacrificó en el altar de nuestro futuro. Y aun así, cuando cruzaba el umbral de casa, su rostro se convertía en una máscara de serenidad. Como si afuera no hubiera lobos, como si el mundo no mordiera.
Mi papá no era millonario de dinero, pero era magnate de la voluntad. Su fortuna se medía en despertadores antes del amanecer, en almuerzos fríos comidos de pie, en domingos que nunca fueron de descanso. Nos dio un techo que no era de lujo, pero que jamás dejó entrar la lluvia del desamparo. Nos regaló la certeza más valiosa que puede tener un niño: saber que alguien pelea en las trincheras mientras tú sueñas con dragones en tu cama tibia.
Los hombres como él no escriben memorias de guerra. No publican sus heridas en redes sociales ni buscan medallas por resistir. Viven sus batallas en el territorio del silencio, donde el único testigo es el espejo del baño a las cinco de la mañana, reflejando un rostro cada vez más marcado por el peso de mantener un mundo a flote.
¿Cuánto pesa un día de trabajo? Nunca lo dijo. ¿Cuánto sangra tragarse la dignidad cuando un alguien injusto lo humilla? Jamás lo confesó. ¿Cuánto cuesta sonreír cuando por dentro eres un edificio en demolición? Eso se lo llevó guardado en el pecho, como quien entierra tesoros para que nadie más los cargue.
Él era el pilar de una casa que también tenía grietas invisibles. Porque mi padre no era de piedra, aunque así lo pareciera. Era de carne que dolía, de huesos que crujían, de un corazón que latía con el ritmo acelerado de la preocupación constante. Pero se mantuvo en pie porque para él no existía la opción de caer. Los pilares no tienen ese lujo.
Y lo más devastador es que la comprensión llegó tarde, como suelen llegar las grandes verdades. Cuando mis propias manos empezaron a endurecerse, cuando mis propios hombros comenzaron a conocer el peso de las responsabilidades, entonces , sólo entonces, entendí. Entendí que cada cena en la mesa era un milagro de logística y sacrificio. Que cada juguete era el resultado de horas extras que él jamás mencionó. Que su amor no sabía de palabras bonitas, sino de actos concretos tallados en la roca de lo cotidiano.
Hoy, con la perspectiva que da el tiempo y la madurez, quiero gritar lo que callé por ignorancia. Gracias por tus manos que parecían mapas de continentes inexplorados, llenos de cicatrices que eran condecoraciones de guerra ganadas en el frente laboral. Gracias por tus noches insomnes, esas donde te escuché caminar por la casa como un fantasma velando nuestros sueños. Gracias por tu forma extraña de amar, que no venía envuelta en elocuencia sino en sacrificio mudo, en estar presente incluso cuando el cansancio pedía a gritos la rendición.
Mientras yo aprendía a caminar, a leer, a soñar con futuros imposibles, tú te ibas desangrando en silencio. Te dejabas pedazos de vida en cada esquina para que nosotros pudiéramos recoger sueños enteros. Fuiste el inversor más sabio: apostaste todo tu capital existencial en nuestro porvenir, sin pedir dividendos ni intereses.
Este no es un texto. Es un puente tardío que construyó con palabras, tratando de cruzar el abismo que el tiempo y mi ceguera crearon. Es el abrazo que no di cuando debía, cuando todavía podías sentirlo completo. Es el reconocimiento a una generación de padres invisibles, esos hombres que cargan el cosmos en los hombros sin hacer ruido, sin pedir aplausos, sin esperar que alguien note que están sosteniéndolo todo.
Te amo, papá. Te amo en el idioma que tú hablabas: en hechos, en presencia, en ese legado silencioso que ahora cargamos. Y aunque ya no pueda devolverte los años que diste por mí, puedo hacer algo: recordar. Contar tu historia. Asegurarme de que tu batalla no sea olvidada, porque los héroes sin capa también merecen que alguien escriba su nombre en el cielo.
Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan.
Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.

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