Hay un vacío que no se mide en metros cúbicos, sino en latidos. Un espacio intangible que no ocupa lugar en la habitación, pero pesa sobre el pecho. Es el hueco que deja quien se fue. No es el vacío de lo que falta, sino la resonancia de lo que una vez estuvo y cuyo eco, agudo y persistente, no nos abandona.
La nostalgia por aquellos que ya no están es un país al que se emigra sin desearlo. Se llega allí por casualidad, empujado por un olor familiar –a pan recién horneado, a tierra mojada–, por los acordes de una canción que ya nadie recuerda, por la textura de una tela que guarda, quizás, el último rastro de su perfume. De pronto, el presente se desdibuja y uno se encuentra habitando un recuerdo, un instante perfecto y congelado donde esa persona aún respiraba, reía, gesticulaba. Es un viaje maravilloso y desgarrador: se ve todo con una claridad dolorosa, pero se sabe que es inalcanzable.
No es solo extrañar su presencia física; es extrañar la versión de uno mismo que existía junto a ellos. Ese yo más completo, más querido, o simplemente más tranquilo, que florecía bajo su mirada. Con ellos se fueron también nuestras preguntas sin hacer, nuestros "perdones" no dichos, los gestos de agradecimiento que pospusimos para un mañana que, arrogantes, dimos por seguro. Su ausencia es también la ausencia de esas oportunidades, y esa deuda pendiente con el pasado añade un matiz amargo a la nostalgia.
El mundo, indiferente, sigue girando. La vida exige que se laven los platos, que se contesten emails, que se pague el alquiler. Y uno lo hace, mecánicamente, con la mitad del alma. La otra mitad está en ese país de la memoria, sosteniendo una conversación que ya terminó, acariciando un rostro que el tiempo empieza a difuminar. Hay días en que la herida cicatriza y solo es una molestia lejana. Pero otros días, un objeto trivial –una vieja carta, una taza desportillada– se convierte en un portal que nos devuelve de golpe a la realidad de la pérdida.
Sin embargo, en esta sombra larga que proyectan los que se fueron, hay algo más que dolor. Hay una lección de humanidad. Su ausencia nos enseña, a fuerza de golpes, el valor abrumador de la presencia. Nos vuelve más tiernos con los que quedan, más conscientes de la fragilidad de los hilos que nos unen. Aprendemos, tarde, que el amor no es solo un sentimiento, sino una acción: una palabra a tiempo, un abrazo innecesario, una tarde dedicada sin prisa.
No los tenemos aquí, pero nos queda el consuelo rebelde de llevar su recuerdo no como una losa, sino como una semilla. Hablar de ellos aunque duela, imitar ese gesto bueno que tenían, honrar su memoria viviendo con la intensidad que ellos ya no pueden. Convertir la nostalgia no en un monumento estático, sino en un verbo activo. En un amor que se adapta, que se transforma, pero que no muere.
La paradoja más honda es que quienes más extrañamos son, a la vez, los que más nos habitan. Se instalan en nuestros rasgos, en nuestras decisiones, en la forma en que amamos a otros. Su eco no es solo el recordatorio de una falta, sino la prueba de que existieron. Y que, por haberlos amado, una parte de ellos permanece aquí, con nosotros, respirando en nuestro propio aire.
Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan.
Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.

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