El arte de la imperfección


Por; Ricardo Abud

Vivimos inmersos en la cultura del logro, en un ruidoso mercado de ideales donde el valor de una persona parece medirse por sus triunfos, sus posesiones y la impecabilidad de su imagen. 

Desde pequeños, nos enseñan a escalar una montaña cuyo pico invisible llamamos «éxito». Corremos hacia allí, conteniendo la respiración, mirando siempre hacia arriba, con el temor constante de tropezar y quedar atrás. Pero, ¿y si la cumbre es un espejismo? ¿Y si el verdadero tesoro no está en la cima, sino en cada paso del camino, en la textura del suelo bajo nuestros pies y en la brisa que nos envuelve? Existe una idea profunda y tranquilizadora: quizás la vida no se trata de tener éxito, sino de sentir.

Imagina tu existencia como un cuadro inacabado. No una obra clásica y estática en un museo, sino un lienzo vivo sobre tu caballete, lleno de capas de color, trazos audaces y manchas accidentales. 

Algunas zonas están detalladas con esmero, otras son solo bocetos suaves y hay esquinas donde la pintura gotea creando formas inesperadas. La obsesión por el éxito perfecto sería como querer que este cuadro se asemejara forzosamente a la Gioconda, corrigiendo con angustia cada desviación, cubriendo cada imperfección hasta ahogar su espíritu único. 

En ese afán por controlar el resultado final, nos olvidamos de lo más importante: la alegría de pintar, la emoción de mezclar colores nuevos y la sorpresa de que un «error» pueda convertirse en el detalle más interesante de toda la composición.

Abrazar este arte de la imperfección es cambiar la lente a través del cual vemos todo. Es entender que el valor de un día no reside únicamente en lo que tachamos de una lista de pendientes, sino en lo que nos hizo latir el corazón. 

Es la calidez de una taza de té en un momento de quietud, la conversación sin rumbo que ilumina el alma, la belleza inesperada de una flor creciendo en una grieta del asfalto, la risa que nace de un tropiezo trivial. La felicidad no es un destino al que se llega, sino la calidad de presencia que traemos a cada instante. Se trata de privilegiar la experiencia sobre el resultado, de honrar todas las emociones por igual. 

La tristeza, la frustración o el miedo no son enemigos a eliminar; son colores vitales en nuestra paleta emocional, que añaden profundidad, contraste y una verdad poderosa a nuestra historia. Permitirnos sentirlos plenamente, sin juzgarnos por ello, es concedernos el permiso de ser humanos completos.

Esta aceptación nos lleva a conectar desde un lugar más auténtico. Cuando tenemos el valor de mostrar nuestro cuadro inacabado, con sus pinceladas torpes y sus espacios en blanco, invitamos a los demás a hacer lo mismo. 

La vulnerabilidad se convierte en el puente más firme hacia la conexión genuina, mucho más sólido que cualquier fachada de perfección. Al final, las preguntas que realmente resuenan no son «¿cuánto logré?» o «¿cuánto tengo?», sino «¿con qué intensidad amé?», «¿qué me conmovió hoy?», «¿me permití estar realmente aquí?». 

La vida no es una carrera por alcanzar una meta externa, sino un viaje interno para saborear la textura misma de la existencia, con todos sus altibajos, claroscuros y matices imperfectos. Ese es el verdadero arte de vivir.


Y eso, al final, ya no es tu carga. 

 Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan. 
Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.

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