No tengo nada. Lo digo sin vergüenza y sin drama, porque es la verdad desnuda, la única moneda que tengo para ofrecerte. No tengo tierras que heredar, ni joyas que brillen más que el rocío de la madrugada. No tengo un futuro previsible dibujado en un plano, ni un pasado ilustre que dé peso a mi nombre.
Solo tengo este cuerpo, que es un mapa de cicatrices y anhelos. Estos brazos, que no sirven para empuñar riquezas, pero que encuentran su razón de ser en el acto simple y monumental de rodear tu cintura al dormir. Estas manos, vacías de sortijas, pero llenas del deseo tangible de recorrer, como un ciego que memoriza un paisaje sagrado, la geografía de tu espalda al amanecer.
No tengo nada que darte, excepto la promesa del alba.
Imagino ese despertar. No es una fantasía dorada, es una necesidad humilde y visceral. Será en una habitación donde la luz se cuela por una rendija, pintando rayas doradas sobre tu piel. El mundo afuera empezará a rugir con sus obligaciones, sus tráficos y sus mercados. Pero aquí, en este rincón que solo es nuestro porque nos amamos, el tiempo se disolverá en la lentitud de una respiración compartida.
Despertaré primero, quizás. Mi primer pensamiento no será sobre lo que debo conseguir, sino sobre el milagro de tu presencia. Te observaré dormir. Veré cómo tu pelo se esparce sobre la almohada como una mancha de oscuridad preciosa, cómo tus pestañas proyectan sombras diminutas sobre tus pómulos. Mi mirada se hundirá en el valle que forman tus clavículas, un lugar donde me gustaría perder para siempre los labios.
Y entonces, un movimiento. Un suspiro profundo. Tus ojos se abrirán, lentos, nublados por los últimos restos de sueño. Y me encontrarán allí, esperándote. No habrá necesidad de palabras. La primera comunicación será el roce de una pierna contra la tuya bajo las sábanas cálidas. Un pie que busca el calor de tu tobillo. Un brazo que se ajusta, que te trae más cerca, hasta que tu aliento se mezcle con el mío, cargado del aroma tibio y dulce de la noche compartida.
No te regalaré joyas. Te regalaré mi boca en la nuca, en ese punto sensible donde el pulso late con un ritmo secreto. Mis dedos no te entregarán documentos de propiedad, pero te escribirán poemas en la piel, desde la curva de la cadera hasta el interior del muslo, con una caligrafía que solo tú puedes descifrar. No tengo mansiones, pero te ofrezco el refugio de mi cuerpo sobre el tuyo, el techo de mis suspiros sobre tu boca, las paredes de mis brazos que se cierran para que el mundo no exista.
No tengo nada. Y es desde esta carencia absoluta desde donde te deseo. Porque al quererte, me posesiono de todo. Tu risa por la mañana será mi fortuna. El sabor de tu piel, mi banquete. El sonido de tu voz, ronca de recién despierta, será la única música que necesite. La humedad de tu deseo, mi océano particular.
Quiero despertar a tu lado todas las mañanas porque en ese instante, en la frontera brumosa entre el sueño y la vigilia, no soy el hombre que no tiene. Soy el hombre que te tiene a ti. Y en la economía brutal del mundo, eso me convierte en el ser más inmenso, más rico, más poderoso.
Ese despertar, mujer mía, es la única riqueza que anhelo. Es mi revolución íntima. Mi tesoro robado al vacío. Mi eternidad hecha de instantes cálidos y piel amanecida.
Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan.
Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.

0 Comentarios