Existe un lugar íntimo y oscuro al que todos, en algún momento, hemos peregrinado: el santuario de nuestras propias miserias. Es un rincón familiar, casi cómodo en su dolor conocido.
Allí, las paredes están empapeladas con los recuerdos de lo que pudimos ser y no fuimos, con los ecos de las palabras que nos hendieron el alma y con el peso silencioso de las decepciones que cargamos como fardos preciados. Transitar estas miserias se convierte en un hábito, una rutina melancólica donde nos creemos a salvo porque, al fin y al cabo, el dolor conocido duele menos que el miedo a lo desconocido.
Pero un día, el alma se cansa de peregrinar en círculos. Un día, miras al espejo y ya no reconoces la luz en tus propios ojos. Y te preguntas: ¿Cuándo permití que esta penumbra se convirtiera en mi único paisaje?
Dejar de transitar las miserias no es un acto de negación. No se trata de esconder las cicatrices bajo capas de falsa alegría o de pretender que el dolor nunca existió. Eso sería como arrancar las páginas tristes de un libro y pretender que la historia aún tiene sentido. Las heridas nos conforman, nos tallan, nos dan profundidad. La cuestión no es borrarlas, sino dejar de sangrar sobre ellas.
El primer paso, el más valiente, es el de darle un nombre a la sombra. La tristeza sin nombre se convierte en una niebla que lo envuelve todo. ¿Es soledad? ¿Es un fracaso? ¿Es el peso de una expectativa ajena? ¿Es el duelo por algo o alguien que se fue? Ponle palabras. Escríbelo. Grítalo en un lugar desierto. Al nombrarla, la reduces, la humanizas. Dejas de ser su prisionero para convertirte en su custodio. Le dices: "Te reconozco. Eres parte de mi historia, pero no eres mi dueña".
Luego, viene el acto de cambiar la pregunta. En lugar de preguntarte "¿Por qué a mí?" o "¿Qué hice para merecer esto?", que son preguntas que excavan el hoyo más profundo, intenta preguntarte: "¿Para qué me sirve este dolor? ¿Qué me está queriendo enseñar?" Esta pequeña torsión en el lenguaje es un giro copernicano en el alma. Transformar la queja en curiosidad, la resignación en búsqueda. El dolor, cuando se escucha, tiene lecciones imborrables sobre la resiliencia, la compasión y los límites.
Practica el desapego de tu propio drama. Aferrarse a la miseria a veces se siente como una lealtad perversa hacia nosotros mismos o hacia lo que sufrimos. Creemos que soltar el dolor es traicionar a quien fuimos o a lo que perdimos. Pero no es así. Honrar el pasado no significa vivir en él. Puedes agradecer las lecciones, incluso las más duras, sin tener que dormir cada noche en la cama de piedra donde las aprendiste. Suelta la identidad de "la persona herida", "la que siempre le va mal", "la que no puede ser feliz". Esas etiquetas son cadenas forjadas con tus propios pensamientos.
Busca la belleza en lo pequeño y presente. La miseria vive en el ayer y en el mañana. El presente, el aquí y ahora, es su kryptonita. Obligarte, aunque sea con un esfuerzo titánico, a notar la textura de la taza de café caliente entre tus manos, el canto de un pájaro en la mañana, la línea perfecta de un poema, la caricia del sol en la piel. Estos no son actos banales; son actos de resistencia. Son clavados de luz en el océano de la oscuridad. Cada pequeño instante de belleza consciente es un ladrillo que pones para construir un puente fuera de tu laberinto.
Y, por último, permítete el derecho a estar bien. Suena simple, pero para un corazón acostumbrado a la penumbra, el primer rayo de luz puede sentirse como una traición. Respirar hondo y sentir paz puede generar culpa. No cedas. Abraza la alegría cuando llegue, por fugaz que sea, sin cuestionarla. Mereces la paz, mereces la calma, mereces reír sin que ese sonido esté inmediatamente seguido por un suspiro de culpa. No le debes nada a tu dolor.
Dejar de transitar las miserias no es llegar a un destino final donde el dolor ya no existe. Es, más bien, aprender a caminar con él sin dejar que marque el ritmo de tus pasos. Es elegir, una y otra vez, mirar hacia la luz, incluso con los ojos llorosos. Es entender que la vida no es la ausencia de oscuridad, sino el valor de encender una vela y seguir andando.
Tu historia no está escrita en tinta indeleble por tus momentos más difíciles. Está siendo escrita ahora, en este preciso instante, con la pluma de tu voluntad. Elige, con un corazón valiente y tierno, dejar de pasear por los mismos pasillos de dolor y abrir la puerta a un nuevo paisaje. Afuera, el mundo espera, imperfecto y hermoso, con toda la luz que necesitas para encontrar tu camino a casa.
Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan.
Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.

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