Cuando el Corazón Busca Dolor en Lugar de Paz


Por: Ricardo Abud

Existe un fenómeno silencioso que atraviesa nuestras ciudades, nuestros círculos sociales, nuestras propias familias. Son mujeres que parecen estar en constante movimiento emocional, saltando de una crisis a otra, de un conflicto al siguiente, como si la tranquilidad fuera un territorio prohibido para ellas. 

No es la malicia lo que las impulsa, sino algo mucho más complejo y desgarrador: el miedo profundo a la felicidad.

Para algunas mujeres, el drama se ha convertido en hogar. Han construido su identidad alrededor del sufrimiento, encontrando en cada nueva tormenta emocional una extraña forma de propósito. Conocen cada rincón del dolor, cada matiz de la angustia. Es territorio familiar, predecible en su impredecibilidad. La paz, en cambio, les resulta extranjera, casi amenazante.

En la sociedad contemporánea, existe un fenómeno psicológico poco reconocido pero profundamente impactante: el turismo emocional tóxico. Se trata de un patrón de comportamiento donde ciertas mujeres parecen navegar constantemente entre crisis emocionales, encontrando en el drama y el conflicto una extraña forma de identidad y propósito. Lejos de ser una elección consciente, este comportamiento revela heridas profundas y mecanismos de supervivencia que, paradójicamente, perpetúan el sufrimiento.

El término "turismo emocional" describe la tendencia a moverse constantemente entre estados de crisis, como si el drama fuera el único territorio emocional conocido y seguro. Estas mujeres han desarrollado una familiaridad íntima con el dolor, convirtiéndose en expertas navegantes de sus propias tormentas internas.

Para ellas, la tranquilidad no representa alivio, sino amenaza. La paz se siente extraña, casi peligrosa. Han construido su identidad alrededor del sufrimiento, encontrando en cada nueva crisis una confirmación de su narrativa personal: "El mundo está en mi contra", "No merezco ser feliz", "Todo lo bueno se acaba".

"Si no estoy sufriendo, ¿quién soy?", parece ser la pregunta que las persigue. Han aprendido a ser expertas en su propio dolor, turistas incansables de sus propias heridas, visitando una y otra vez los mismos lugares oscuros de su corazón.

Este turismo emocional tóxico no surge de la nada. Muchas veces nace de historias donde el amor estuvo entrelazado con el dolor, donde la atención solo llegaba en momentos de crisis, donde ser vulnerable se convirtió en la única moneda de cambio emocional conocida. Algunas crecieron en entornos donde el drama era la normalidad, donde los gritos eran más familiares que los abrazos.

Para estas mujeres, la felicidad puede sentirse como una traición a su historia, como si aceptar la paz fuera abandonar a la niña herida que llevan dentro. Se han vuelto adictas a la adrenalina del conflicto, al subidón químico que produce el cerebro ante la crisis constante.

Observarlas es desgarrador. Cuando la vida les ofrece momentos de genuina alegría, de amor real, de estabilidad, algo en su interior se rebela. Crean problemas donde no los hay, interpretan gestos de amor como amenazas, transforman conversaciones simples en campos de batalla. No lo hacen conscientemente, pero su sistema interno de alarma se dispara ante cualquier señal de tranquilidad.

Es como si llevaran un detector de felicidad configurado para destruirla antes de que se asiente. "Esto es demasiado bueno para ser verdad", susurra su mente, "mejor termino con esto antes de que me lastimen".

Estas mujeres han desarrollado una habilidad cruel: la de mantener sus heridas siempre frescas. Son arqueólogas de su propio dolor, excavando constantemente en busca de nuevas evidencias de por qué no merecen ser felices. Cada pequeña decepción se convierte en la prueba definitiva de que el mundo está en su contra, cada malentendido confirma su narrativa de abandono y traición.

El proceso de autoboicot emocional sigue patrones predecibles. Cuando la vida ofrece momentos de genuina estabilidad o felicidad, estas mujeres experimentan una ansiedad inexplicable. Su sistema interno de alarma se activa, interpretando la paz como calma antes de la tormenta.

Inconscientemente, comienzan a crear problemas donde no los hay. Interpretan gestos de amor como manipulación, transforman conversaciones simples en confrontaciones, o sabotean relaciones saludables antes de que puedan florecer completamente. Es como si llevaran un detector de felicidad programado para destruirla antes de que se consolide.

Este comportamiento genera un ciclo vicioso: el autoboicot confirma sus peores miedos sobre sí mismas y el mundo, reforzando la narrativa de que no merecen ser felices. Cada relación destruida, cada oportunidad perdida, se convierte en evidencia adicional de su "destino trágico".

Viven en un estado de alerta constante, esperando siempre el siguiente golpe, la siguiente desilusión. Y cuando ésta no llega naturalmente, inconscientemente la provocan.

El costo de este turismo emocional es devastador. No solo para ellas, sino para quienes las rodean. Las relaciones se vuelven campos minados, los hijos aprenden que el amor duele, las amistades se agotan en el intento de rescatar a quien no quiere ser rescatada. La energía que podrían invertir en construir se consume en destruir, una y otra vez.

Sus seres queridos se convierten en actores forzados de un drama que no escribieron, obligados a caminar sobre cáscaras de huevo, a medir cada palabra, a anticipar la próxima explosión emocional.

Pero aquí está la verdad más hermosa y esperanzadora: la felicidad no es una traición al dolor vivido, sino su transformación. Sanar no significa olvidar o minimizar las heridas, sino aprender a convivir con ellas sin que dictaminen el futuro.

Para estas mujeres, el primer paso es reconocer el patrón. Darse cuenta de que han estado siendo turistas en su propio sufrimiento, visitando los mismos lugares dolorosos una y otra vez. El segundo paso es aún más difícil: decidir que merecen algo diferente.

La terapia, el autoconocimiento profundo, la construcción de nuevas narrativas sobre sí mismas son herramientas fundamentales en este proceso. Necesitan aprender que pueden ser amadas sin estar en crisis, que pueden ser interesantes sin estar en conflicto, que pueden ser valiosas sin estar rotas.

Imaginen por un momento la revolución silenciosa que ocurriría si estas mujeres decidieran ser turistas de su propia felicidad. Si exploraran con la misma intensidad sus momentos de alegría, si se volvieran expertas en reconocer las pequeñas victorias, si aprendieran a habitar la paz como quien descubre un país nuevo y fascinante.

No se trata de negar el pasado o fingir que el dolor no existió. Se trata de honrar esas experiencias sin permitir que se conviertan en prisiones. Se trata de entender que merecen escribir nuevos capítulos en la historia de sus vidas, capítulos donde el protagonismo no lo tenga el sufrimiento, sino la esperanza.

La felicidad no es un lujo reservado para otras personas. Es un derecho humano básico, un estado natural al que todas tenemos acceso si estamos dispuestas a hacer el trabajo interno necesario. Para estas mujeres, el camino puede ser más largo y complejo, pero no por ello menos posible.

Al final, la pregunta no es si merecen ser felices  la respuesta siempre es sí. La pregunta real es: ¿están dispuestas a dejar de ser turistas en su propio dolor para convertirse en habitantes permanentes de su propia paz?

La transformación es posible. El amor propio se puede aprender. La felicidad se puede construir, un día a la vez, una decisión consciente tras otra. Y cuando finalmente lo logran, no solo cambian sus propias vidas, sino que se convierten en faros de esperanza para otras mujeres que aún están perdidas en el laberinto de su propio sufrimiento.


Y eso, al final, ya no es tu carga. 

 Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan. 
Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.

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