Celebrando el nacimiento sobre la partida


Por: Ricardo Abud

En la vida de cada persona existen dos fechas que quedan grabadas para siempre en el corazón de quienes la aman: el día en que llegó al mundo y el día en que se marchó. 

Ambas fechas cargan un peso emocional profundo, pero hay algo que debemos entender con claridad: el nacimiento debe brillar con más fuerza en nuestra memoria, porque representa el inicio de todo lo hermoso que esa persona trajo a nuestras vidas.

Cuando alguien nace, no solo llega un cuerpo al mundo. Llega una posibilidad infinita de amor, de sonrisas, de abrazos que sanan el alma. Llega la oportunidad de crear recuerdos que se convertirán en tesoros guardados en lo más profundo del corazón. El nacimiento es el regalo más grande que la vida puede darnos: la presencia de alguien que marcará para siempre quiénes somos.

Cada día de nacimiento representa el momento en que el universo decidió que necesitábamos a esa persona. Es el inicio de todas las conversaciones que nos hicieron reír hasta que doliera el estómago, de todos los momentos en que nos sostuvieron cuando creíamos que no podíamos más, de todas las lecciones que nos enseñaron sin darse cuenta. Es el comienzo de una historia de amor que trasciende el tiempo.

El día de la partida, por supuesto, existe y duele. Es inevitable y nos deja un vacío que parece imposible de llenar. Ese día marca el final de los abrazos físicos, de las conversaciones cara a cara, de la posibilidad de crear nuevos recuerdos juntos. Es natural que lo recordemos con lágrimas, porque representa el cierre de un capítulo que nunca queríamos que terminara.

Pero aquí radica la diferencia fundamental: mientras el día de la partida marca un final, el día del nacimiento marcó un comienzo lleno de luz. Y esa luz no se apaga nunca. Cada vez que recordamos una sonrisa, cada vez que repetimos una frase que solía decirnos, cada vez que actuamos con la bondad que nos enseñaron, esa luz sigue brillando.

La memoria tiene el poder de elegir dónde poner el foco. Podemos elegir recordar más el día que se fueron, con todo el dolor que eso implica, o podemos elegir celebrar el día que llegaron, con toda la gratitud que merecen. No se trata de negar el dolor de la ausencia, sino de equilibrar la balanza hacia lo que realmente importa: todo lo que ganamos por haber tenido la fortuna de conocerlos.

Cuando honramos la vida más que la ausencia, cuando valoramos lo vivido y lo compartido por encima de la pérdida, estamos eligiendo mantener viva la esencia de quien amamos. Estamos eligiendo que su legado sea de alegría, no de tristeza perpetua.

El día del nacimiento es un recordatorio constante de lo afortunados que fuimos. Es la prueba de que el amor verdadero trasciende la presencia física, porque los mejores regalos que nos dieron siguen aquí: en nuestra forma de amar, en nuestra manera de ver el mundo, en los valores que nos transmitieron.

El día de la partida no debe anular la celebración de la vida. Al contrario, debe inspirarnos a mantener vivo todo lo bueno que nos dejaron. Debe recordarnos que la mejor manera de honrar su memoria es viviendo con la misma pasión, la misma bondad y la misma capacidad de amar que ellos nos enseñaron.

Por eso, hoy y siempre, elijo celebrar que naciste. Porque ese fue el inicio de todo lo que significas, de todo lo que me diste, de todo lo que sigues siendo en cada latido de mi corazón. Tu nacimiento fue el regalo más hermoso que la vida pudo darme, y eso es algo que la muerte nunca podrá quitarme.

Feliz cumpleaños hermano donde quiera que estés, se te recuerda bonito. 


Y eso, al final, ya no es tu carga. 

 Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan. 
Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.

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