El silencio de los gigantes (Padres)


Por: Ricardo Abud

Hay hombres que cargan el mundo sobre sus hombros sin que nadie se dé cuenta del peso. Viven entre nosotros como torres silenciosas, sostienen techos que no construyeron, reparan grietas que no causaron, y mantienen en pie estructuras familiares con la fuerza de su silencio.

Son los padres del ocaso, aquellos que han transitado décadas ofreciendo su fortaleza como único lenguaje conocido. Hombres que aprendieron en su infancia que las lágrimas eran lujo prohibido, que la vulnerabilidad era sinónimo de debilidad, y que su valor se medía únicamente por su capacidad de resistir sin quebrarse.

Observa a tu padre cuando cree que nadie lo mira. Esa pausa entre el suspiro y la sonrisa forzada. Esa mirada que se pierde en el horizonte mientras sostiene su café matutino. Ese momento en que sus manos, curtidas por años de trabajo, tiemblan ligeramente antes de tomar el periódico.

Ahí, en esos intersticios de soledad, vive un hombre completo. No solo el proveedor, no solo el pilar inquebrantable. Un ser humano con miedos ancestrales, con dudas que lo visitan en las madrugadas frías, con preguntas que nunca formuló en voz alta porque nadie le enseñó que tenía derecho a hacerlas.

¿Cuántas veces se habrá preguntado si eligió el camino correcto? ¿Cuántas noches habrá calculado en silencio si sus sacrificios valieron la pena? ¿En qué momento aprendió a morder sus propias heridas para que nadie más sintiera el sabor de su dolor?

La sociedad construyó alrededor de estos hombres una prisión invisible hecha de expectativas. "Él puede con todo", decimos. "Él siempre sabe qué hacer", asumimos. "Él no necesita que lo cuiden", concluimos. Y así, sin darnos cuenta, los condenamos a una soledad épica.

Porque ser fuerte todo el tiempo es el trabajo más agotador del mundo. Es despertar cada día sabiendo que otros dependen de tu estabilidad emocional, es sonreír cuando por dentro algo se desmorona, es tomar decisiones difíciles sabiendo que serás el único responsable de las consecuencias.

Estos padres han convertido su corazón en una caja fuerte donde guardan sus vulnerabilidades. Han hecho del estoicismo su religión y del sacrificio su oración diaria. Pero las cajas fuertes, por más resistentes que sean, tienen un límite.

Crecieron en una época donde expresar emociones era territorio exclusivamente femenino. Donde un hombre que lloraba era visto con sospecha, donde pedir ayuda era admisión de fracaso. Fueron educados en el lenguaje de la acción, no de la palabra; en la gramática del hacer, no del sentir.

Por eso hoy, cuando el mundo ha cambiado y las conversaciones sobre salud mental son más frecuentes, ellos siguen habitando ese código antiguo. Siguen creyendo que su valor radica únicamente en su capacidad de resolución, en su habilidad para mantener a flote a la familia, en su resistencia ante las tormentas.

No saben cómo pedirte que te sientes a escucharlos porque nunca aprendieron que merecían ser escuchados.

Y llega un momento en que el cuerpo ya no responde como antes. Las fuerzas físicas disminuyen, las responsabilidades laborales se transforman, los hijos crecen y se independizan. Es entonces cuando estos hombres se encuentran frente a un espejo que refleja décadas de postergación personal.

¿Quiénes son cuando no están definidos por su rol de proveedores? ¿Qué queda de ellos cuando la identidad construida alrededor del trabajo se desvanece? ¿Cómo llenan ese vacío que antes ocupaba la urgencia constante de resolver problemas ajenos?

Algunos nunca encuentran respuestas. Se pierden en la melancolía de los años que no se detuvieron a vivir plenamente. Otros descubren, casi por accidente, que hay vida más allá del sacrificio perpetuo.

Necesitamos una revolución silenciosa: la revolución de preguntarles cómo están de verdad. No como padre, no como esposo, no como proveedor. Como hombres. Como seres humanos con derecho a ser frágiles.

Necesitamos sentarnos a su lado sin agenda, sin prisa, sin expectativas. Preguntarles por sus sueños postergados, por sus miedos confesables, por esa versión de ellos mismos que sacrificaron en el altar de la responsabilidad familiar.

Necesitamos decirles que admiramos su fortaleza, pero que también valoramos su humanidad. Que está bien que se cansen, que tengan dudas, que no siempre tengan las respuestas. Que su valor no disminuye por mostrarse vulnerables.

El tiempo es cruel con los silencios no rotos. Cada día que pasa sin esa conversación profunda es una oportunidad perdida de conocer al hombre detrás del padre, al ser humano detrás del rol.

Porque cuando ya no estén, no recordaremos solo sus decisiones acertadas o sus consejos sabios. Recordaremos su risa genuina, esa que surgía cuando finalmente se permitían ser ellos mismos. Recordaremos sus historias personales, esas que nunca contaron porque pensaron que no eran importantes.

Los gigantes también necesitan que alguien los mire a los ojos y les diga: "Gracias por todo lo que diste, pero ahora permíteme darte algo a cambio. Permíteme cuidarte como tú me cuidaste. Permíteme escucharte como tú me escuchaste. Permíteme conocerte, no solo admirarte."

Todos merecemos ser vistos en nuestra totalidad. Todos merecemos ternura. Todos merecemos que alguien nos pregunte, sin prisa y sin juicios: "¿Cómo estás, realmente?"

Incluso los gigantes. Especialmente los gigantes.


Y eso, al final, ya no es tu carga. 

 Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan. 
Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.

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