Cuando aprendes que tu refugio eres tú mismo


Por: Ricardo Abud

Hay heridas que no sangran, pero dejan cicatrices más profundas que cualquier lesión visible. Una de las más dolorosas es descubrir, en medio de la tormenta, que las manos que esperabas que te sostuvieran simplemente no están ahí. Que el abandono llega precisamente cuando más vulnerable te encuentras, cuando más necesitas que alguien te diga: “No estás solo”.

La mente humana tiene una peculiaridad cruel: recordamos con nitidez brutal quién no estuvo cuando el mundo se derrumbaba. Esos rostros ausentes, esos silencios ensordecedores, quedan grabados con una permanencia que ni el tiempo logra borrar. Y es que el abandono no es solo una ausencia física; es la confirmación dolorosa de que tu valor para otros tiene fecha de caducidad, que las promesas de “siempre” tienen asteriscos invisibles que nadie te mencionó.

Lo paradójico es que a menudo nos arrepentimos no de nuestros errores, sino de nuestros aciertos mal invertidos. De esas noches en vela consolando a quien después nos dejó llorar en soledad. De esa lealtad incondicional que ofrecimos a quienes nos demostraron que la suya tenía condiciones muy específicas. El dolor más agudo no viene de haber hecho algo mal, sino de haber dado lo mejor de nosotros a quienes no lo merecían ni lo valoraron.

Cuando has sostenido tu propio peso mientras te hundías, cuando has sido tu único salvavidas en medio del océano, surge una tentación comprensible: endurecer el corazón. “Cuando sea tu turno, no sientas lástima por nadie”, susurra la voz del dolor. Es el instinto de protección llevado al extremo, la armadura que decides ponerte para que nadie vuelva a lastimarte.

Pero aquí yace una encrucijada fundamental: ¿nos convertimos en aquello que nos hirió, o elegimos un camino diferente? La tentación de devolver el abandono, de replicar la indiferencia, de negar la mano que alguna vez nos negaron, es real y poderosa. Representa una forma de justicia emocional, una manera de equilibrar la balanza del sufrimiento.

Sin embargo, esta postura esconde una trampa. Porque cuando decidimos no sentir lástima por nadie “así como nadie lo hizo contigo”, no estamos castigando a quienes nos fallaron; estamos permitiendo que su ausencia siga definiendo nuestras acciones. Seguimos siendo rehenes de ese abandono, solo que ahora desde otra trinchera.

“Mi lugar seguro siempre he sido yo. Con temor, con dolor, con angustia, incertidumbre, ansiedad. Siempre he sido yo.” Esta es quizás una de las verdades más duras y liberadoras de la existencia humana. No es una victoria gloriosa ser tu propio refugio; es más bien una necesidad aprendida a golpes, una fortaleza construida con los escombros de las decepciones.

Ser tu propio lugar seguro no significa que seas inquebrantable o que no necesites a nadie. Significa que has aprendido, a la fuerza, que la única presencia garantizada en tu vida eres tú. Que puedes temblar de miedo, ahogarte en ansiedad, sentir que todo se desmorona, y aun así, de alguna manera, seguir adelante. No porque seas extraordinario, sino porque no tienes alternativa.

Esta autosuficiencia forzada tiene un sabor agridulce. Por un lado, te hace resiliente, te enseña que puedes sobrevivir a lo que creías insoportable. Por otro, puede convertirse en una jaula dorada donde el miedo a ser vulnerable nuevamente te mantiene aislado, incluso cuando aparecen personas genuinas.

“La lealtad es un sentimiento muy costoso. No lo esperes de personas baratas.” Esta frase condensa una verdad incómoda sobre las relaciones humanas contemporáneas. Vivimos en una era donde muchos vínculos son transaccionales, donde la gente permanece mientras recibe más de lo que da, donde la lealtad es condicional al beneficio inmediato.

La lealtad verdadera requiere sacrificio, compromiso, la voluntad de permanecer incluso cuando es incómodo o no hay nada que ganar. Es costosa porque exige tiempo, vulnerabilidad, consistencia. Y sí, es absurdo esperarla de quienes han demostrado repetidamente que sus relaciones son superficiales, convenientes, desechables.

Pero esta verdad no debe conducir al cinismo total. No todas las personas son baratas, aunque encontrar a las que no lo son requiere discernimiento, paciencia, y sí, probablemente más decepciones antes de dar con las correctas.

Entonces, ¿Qué hacer con todo este dolor, con esta sabiduría amarga ganada a través del abandono? ¿Te endureces completamente o te arriesgas a que te hieran de nuevo?

La respuesta no es blanca o negra. Puedes reconocer que fuiste abandonado sin convertirte en quien abandona. Puedes ser selectivo con tu lealtad sin volverte frío. Puedes ser tu propio refugio mientras permites que otras personas dignas se acerquen. Puedes recordar quién no estuvo sin que eso te consuma en resentimiento.

La fuerza real no está en replicar el dolor que te causaron, sino en no permitir que ese dolor dicte completamente quién eres. En mantener tu capacidad de empatía mientras desarrollas mejores límites. En valorarte lo suficiente como para alejarte de quienes demuestran ser “personas baratas”, pero sin cerrar la puerta a conexiones genuinas.


Sí, tal vez debas ser fuerte porque nadie más lo será por ti. Sí, es vital recordar quién estuvo ausente para no repetir el error de dar perlas a cerdos. Sí, tu lugar seguro probablemente seguirás siendo tú mismo durante mucho tiempo.

Pero dentro de esa fortaleza solitaria, conserva un espacio pequeño, vigilado pero no cerrado, para la posibilidad de que no todos son como quienes te abandonaron. Porque la tragedia más grande no sería que te abandonaran una vez, sino que ese abandono te convirtiera en una versión endurecida de ti mismo que ya no puede recibir el amor cuando finalmente llega de las personas correctas.

La verdadera victoria no es volverse invulnerable, sino ser capaz de decir: “Me abandonaron, sobreviví, y elegí no permitir que eso destruyera mi capacidad de discernir quién merece mi lealtad”. Porque al final, ser tu propio refugio no debería ser tu única opción, sino tu fundamento. La diferencia es sutil pero esencial.​​​​​​​​​​​​​​​​

Y eso, al final, ya no es tu carga. 

 Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan. 
Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.

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