El amor en tiempos de indiferencia


Por: Ricardo Abud

Hay una verdad incómoda flotando en el aire de nuestros días, una que se susurra en las conversaciones de café y se grita en silencio en las noches solitarias: el amor se ha vuelto un territorio árido donde nadie quiere ser el primero en regar la tierra.

Muchos de nosotros nos encontramos navegando por un mundo emocional que parece haber perdido su brújula. Nos hemos convertido en arquitectos de nuestra propia soledad, construyendo muros de orgullo que llamamos "límites sanos" y levantando banderas de indiferencia que confundimos con fortaleza.

Vivimos en una época donde todos queremos ser tratados como realeza, pero nadie está dispuesto a ser el súbdito que se inclina primero. Hemos creado un protocolo amoroso tan rígido que parece un juego de ajedrez donde ambos jugadores esperan eternamente que el otro mueva la primera pieza.

"Si tú no me escribes, yo no te escribo". "Si tú no buscas, yo no busco". "Si tú no te entregas, yo tampoco". Estas frases se han convertido en los mandamientos de una generación que confunde la dignidad personal con la incapacidad de ser vulnerable.

La ironía es dolorosa: en nuestro intento por no parecer desesperados, nos hemos vuelto emocionalmente indigentes. En nuestra búsqueda de preservar el poder en las relaciones, hemos terminado creando imperios vacíos donde reinamos solos.

Hablamos de libertad, de independencia, de romper patrones tóxicos, y todo eso está bien. Es necesario. Pero en algún punto del camino, hemos confundido la libertad emocional con la incapacidad de comprometernos. Hemos interpretado la independencia como una excusa para no necesitar a nadie, y la ruptura de patrones tóxicos como la eliminación de cualquier forma de entrega genuina.

Nos escudamos detrás de conceptos como "amor propio" y "crecimiento personal" para justificar nuestra incapacidad de escribir el primer mensaje, de comprar las flores sin ocasión especial, de decir "te extraño" sin esperar que el otro lo diga primero.

Y mientras tanto, flotamos en una burbuja de espiritualidad moderna, hablando de chakras y energías, de manifestación y propósito de vida, pero evadiendo la pregunta más básica y humana de todas: ¿cuándo fue la última vez que te jugaste el corazón por alguien?

Somos expertos en detectar red flags, en identificar comportamientos tóxicos, en poner límites y en alejarnos cuando algo no nos conviene. Tenemos el manual completo de cómo terminar relaciones, cómo sanar después de una ruptura, cómo reconstruirnos después del dolor.

La forma en que hablamos del amor ha evolucionado, y con ella, han surgido nuevos términos anglosajones que adoptamos por “modernidad" para describir las diferentes experiencias y tipos de relaciones en el mundo contemporáneo. (Ghosting, Breadcrumbing, Zombieing, Friendzone… entre otros)

Pero nadie nos enseñó el arte de quedarse. Nadie nos habló de la belleza que hay en elegir a alguien cada día, en trabajar las diferencias en lugar de huir de ellas, en construir algo juntos en lugar de mantener nuestras vidas como compartimentos estancos.

Hemos desarrollado una tolerancia tan baja a la incomodidad emocional que al primer signo de conflicto o esfuerzo, empacamos nuestras cosas emocionales y nos vamos. Llamamos a esto "conocer nuestro valor", pero a veces se parece más a una incapacidad de comprometernos con el proceso imperfecto y hermoso de amar a otro ser humano.

La indiferencia se ha convertido en nuestro mecanismo de defensa favorito. Actuamos como si no nos importará si la persona nos responde o no, si nos busca o no, si se queda o se va. Pero por las noches, cuando apagamos las luces y el teléfono se queda en silencio, la indiferencia se desvanece y queda la verdad desnuda: sí nos importa, y mucho.

Hemos creado una generación de personas que sienten profundamente pero actúan superficialmente, que anhelan conexión pero practican desapego, que sueñan con encontrar a alguien especial pero se comportan como si todos fueran reemplazables.

Es tiempo de admitir que tal vez, en nuestro intento por no ser vulnerables, nos hemos vuelto inaccesibles. Tal vez, en nuestra búsqueda de protegernos del dolor, nos hemos privado también de la alegría.

Recuperar el arte de quedarse no significa tolerar lo intolerable o aceptar migajas de amor. Significa tener el valor de ser el primero en escribir, de expresar lo que sentimos, de mostrar interés genuino sin cálculos estratégicos.

Significa recordar que el amor verdadero no es un juego de poder donde hay un ganador y un perdedor, sino una danza donde ambos se mueven hacia el otro, creando algo hermoso en el espacio que comparten.

Tal vez sea hora de bajar las banderas de la indiferencia y alzar las de la humanidad. De admitir que necesitamos, qué queremos, que a veces duele y que está bien que duela. Que la vulnerabilidad no es debilidad sino la materia prima de la que está hecho el amor auténtico.

Porque al final del día, cuando todas las filosofías modernas se desvanezcan y todos los mecanismos de defensa se agoten, lo que queda es la necesidad básica y hermosa de conectar, de ser vistos, de ser elegidos, de quedarnos.

Y tal vez, solo tal vez, si empezamos a hablarnos de quedarse en lugar de irnos, si empezamos a enseñarnos el valor de la entrega en lugar del desapego, podamos recuperar algo que hemos perdido en el camino: la fe en que vale la pena jugársela por amor.

Porque el mundo no necesita más príncipes y princesas solitarios en sus torres de cristal. Necesita seres humanos dispuestos a ensuciarse las manos en el jardín imperfecto y hermoso del amor compartido.


Y eso, al final, ya no es tu carga. 

 Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan. 
Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.

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