Hay frases que, al ser pronunciadas, suenan como un golpe en la mesa, afirmaciones que parecen obvias, pero que esconden un nudo mucho más complejo. “Si tienes miedo al acoso, no vayas medio desnuda por la calle” es una de ellas.
Esta idea, que a muchos les parece simple sentido común, en realidad nos obliga a confrontar una de las tensiones más grandes de nuestra sociedad: el equilibrio entre la libertad individual y los impulsos humanos.
Todos, sin excepción, tenemos derecho a caminar por la calle en paz y sin miedo. Ese derecho fundamental no debería estar condicionado por la ropa que llevemos, la hora del día o el barrio por el que transitemos. Sin embargo, seguimos en un debate que lleva décadas: ¿la responsabilidad de un acto de acoso recae en quien lo comete o en la persona que “provoca”?
El argumento del instinto biológico se repite una y otra vez: el deseo masculino es natural, incontrolable, incluso inevitable. El deseo existe, claro, como también existe la ira o la envidia. Pero una sociedad civilizada no se mide por la fuerza de sus impulsos, sino por su capacidad de regularlos. Decir que los hombres “no se tienen que controlar” no solo es una excusa; es una afirmación que los reduce a una caricatura de sí mismos, a meros autómatas biológicos sin la capacidad de decidir.
Esta idea no es justa para las mujeres, pero tampoco lo es para los propios hombres. La libertad también es la libertad de elegir cómo actuar frente a un impulso. Y elegir el respeto siempre será un signo de madurez, no de represión.
Ahora bien, es importante reconocer el malestar real que genera esta discusión. Se pide seguridad y respeto, pero la libertad de vestirse a veces se confunde con la intención de provocar. La línea es difusa y genera incomodidad para todos. No se trata de culpar a la ropa, sino de entender que en un mundo saturado de mensajes sexuales, desde la publicidad hasta las redes sociales, la forma de vestir se ha convertido en un lenguaje que todos interpretamos de manera distinta. Y es ahí, en esa falta de acuerdo, donde nace el conflicto.
Lo que necesitamos no es seguir discutiendo si “ella iba enseñando demasiado” o si “él no pudo aguantarse”. Lo que realmente necesitamos es una conversación más honesta y menos ideológica sobre el deseo, el consentimiento y los límites.
Debemos reconocer que la atracción y el impulso existen, pero que ninguno de ellos justifica invadir el espacio de otra persona. Y debemos reconocer, también, que la forma de vestir puede tener múltiples significados, pero ninguno anula el derecho básico a no ser acosado.
El debate sobre los impulsos nos lleva a una pregunta aún más profunda: ¿existen los "depredadores naturales" en nuestra especie? Si pensamos en el reino animal, un depredador es un ser que actúa por instinto de supervivencia, cazando a su presa como parte de la cadena alimenticia. Sin embargo, en el mundo humano, el uso de este término para describir a personas que acosan o violentan es una metáfora peligrosa.
A diferencia de los animales, los seres humanos no somos seres guiados por un instinto incontrolable. Somos criaturas con la capacidad de razonar, de elegir y de sentir empatía. El acoso, el abuso y la violencia no son actos "naturales"; son comportamientos aprendidos y, en última instancia, una elección.
Reducir estos actos a un simple "instinto depredador" es una excusa que deshumaniza tanto al agresor como a la víctima. Borra la responsabilidad de quien comete el acto y sugiere que la violencia es una fuerza incontrolable, en lugar de un comportamiento que se puede y se debe condenar y combatir.
La base de una sociedad civilizada es que cada individuo es responsable de sus acciones. Al rechazar la idea de los "depredadores naturales", reafirmamos nuestra creencia en la capacidad humana de la conciencia, el respeto y la elección.
La calle debe ser un lugar donde todos podamos caminar sin miedo y sin culpas. Un espacio donde la ropa no se convierta en una sentencia y donde el deseo sea visto como parte de la condición humana, pero siempre contenido por la empatía y el respeto mutuo.
Tal vez la pregunta que deberíamos hacernos no es si las mujeres deben taparse más o si los hombres deben reprimir lo que sienten, sino: ¿Qué tipo de sociedad queremos construir? ¿Una que justifique los impulsos o una que los transforme en convivencia?
La verdadera evolución social podría estar en nuestra capacidad para mantener conversaciones difíciles con nuestra humanidad completa, reconociendo tanto nuestros impulsos como nuestra capacidad para elegir cómo respondemos a ellos.
Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan.
Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.

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