Hay memorias que golpean el alma con la fuerza de una verdad incómoda. Recuerdos que nos transportan a un tiempo donde las reglas no se cuestionaban, donde la autoridad se respetaba sin matices, y donde crecer significaba aprender que la vida tenía horarios, límites y consecuencias reales.
Era una época donde la comida tenía su hora sagrada, y si no llegabas a tiempo, el plato frío te recordaba que el mundo no giraba en torno a tus caprichos. No había segundas oportunidades para el almuerzo, ni negociaciones. La disciplina no venía envuelta en explicaciones psicológicas; simplemente "era".
El televisor, ese objeto casi místico ubicado en el centro de la sala, requería de un permiso que se ganaba con tareas completadas. No existía la posibilidad de tener entretenimiento antes del deber. La tarea no era negociable, era el precio de entrada a cualquier momento de ocio. Y qué diferente se sentía ese programa cuando finalmente podías verlo, sabiendo que te lo habías ganado con esfuerzo.
Recuerdo las mañanas de diciembre, cuando el frío se colaba por las rendijas de las ventanas y la cama parecía el lugar más seguro del mundo. Pero no importaba si llovía, si hacía calor sofocante o si el frío calaba hasta los huesos. La escuela era un compromiso innegociable con el futuro, y nuestros padres lo sabían. No existían días de descanso por "no tener ganas" o por un ligero malestar. Íbamos, punto.
En esas aulas, los maestros no eran simplemente empleados del sistema educativo; eran figuras de autoridad que merecían respeto incondicional. Cuando el director pasaba por los pasillos, el silencio se hacía presente. No por miedo, sino por respeto a una institución que representaba algo más grande que nosotros mismos. Y si un compañero merecía respeto, se lo dábamos, porque así nos habían enseñado que funcionaba el mundo.
La familia era una jerarquía clara donde cada quien tenía su lugar. Los abuelos eran sabios por derecho propio, los tíos merecían consideración, los hermanos mayores tenían una palabra que contar. No era opresión; era orden. Un orden que nos daba seguridad, que nos enseñaba dónde estábamos parados en el mundo.
Teníamos un par de zapatos para la escuela y otro para educación física. No más. La ropa no tenía marcas famosas, no necesitábamos etiquetas para saber quiénes éramos. Nuestra identidad no dependía de lo que llevábamos puesto, sino de cómo nos comportamos, de las notas que sacábamos, del respeto que mostrábamos.
Los castigos llegaban cuando llegaban las transgresiones. No había tribunales familiares ni largas explicaciones sobre por qué estaba mal lo que habíamos hecho. Sabíamos que había hecho algo malo, recibíamos la consecuencia, y seguíamos adelante. Y cuando la escuela llamaba a casa por alguna travesura, no encontrábamos defensores, sino refuerzos de la disciplina. Porque los adultos estaban de acuerdo en algo fundamental: las reglas existían por algo.
No teníamos pantallas que nos distrajeran de la realidad. No había celulares que nos mantuvieran conectados con un mundo virtual mientras nos desconectábamos del real. No existían las tablets que hoy parecen extensiones de las manos de los niños. Teníamos tiempo. Tiempo real, tangible, que se llenaba con conversaciones, con juegos que requerían imaginación, con tareas que nos enseñaban responsabilidad.
Ayudar en casa no era explotación infantil; era participación en la vida familiar. Era aprender que todos tenemos un papel que cumplir, que una familia funciona cuando todos aportan. Era descubrir la satisfacción de contribuir, de ser útil, de sentirse parte de algo más grande que uno mismo.
Las noches llegaban temprano y con ellas, el silencio. A las ocho, ocho y media, máximo nueve, la casa se sumergía en un silencio que hoy parece imposible de lograr. Era un silencio que permitía que el cerebro descansara, que procesara el día, que se preparara para el siguiente.
Las buenas calificaciones no venían acompañadas de premios porque no hacíamos más que cumplir con nuestra obligación. Estudiar era nuestro trabajo, y como en cualquier trabajo, hacerlo bien era lo mínimo esperado. Las malas notas, en cambio, tenían consecuencias claras e inmediatas. Aprendíamos que nuestras acciones tenían resultados, que no todo en la vida venía gratis.
El chalequeo se arreglaba a coñazos a la hora de salida de la escuela, sin tanto protocolo ni psicopedagogos de por medio. Era un acuerdo no escrito: si te pasabas de la raya, sabías que en la esquina te esperaba el reclamo a coñazos limpio. Y lo más sorprendente es que de ahí no salieron traumas, sino anécdotas y hasta amistades, porque en esa rudeza infantil había una especie de justicia directa que todos comprendíamos.
En la casa, la verdadera psicóloga no tenía título colgado en la pared, sino una chola en la mano. Bastaba con que mi mamá o la abuela levantara la mirada y moviera la chola de hule, para que se corrigiera cualquier rebeldía al instante. Ese método sencillo y contundente era la terapia más efectiva de la época: rápido, sin consultas largas, sin costos económicos y con resultados inmediatos.
Hoy, cuando observo el mundo actual, me pregunto si hemos ganado o perdido en esta transformación. Los niños de ahora tienen más libertades, más opciones, más comodidades. Pero también más confusión, más ansiedad, más dificultades para encontrar su lugar en un mundo que les ofrece infinitas posibilidades sin enseñarles a elegir.
No idealizo aquella época. Sé que tenía sus durezas, sus injusticias, sus momentos de inflexibilidad que pudieron lastimar. Pero también tenía algo que hoy parece escasear: claridad. Sabíamos qué se esperaba de nosotros, cuáles eran las reglas del juego, qué pasaría si las respetábamos o si las transgredíamos.
Crecimos con límites que, aunque a veces nos parecieran restrictivos, nos daban seguridad. Sabíamos hasta dónde podíamos llegar, y eso nos permitía movernos con confianza dentro de esos márgenes. Los límites no eran prisiones; eran marcos que daban forma a nuestra libertad.
Quizás la nostalgia me juegue una mala pasada, pero creo que aquella generación aprendió algo valioso: que la vida tiene estructura, que las acciones tienen consecuencias, que el respeto se gana y se da, que la disciplina no es el enemigo de la felicidad sino su compañera de viaje.
No se trata de volver al pasado, sino de rescatar de él lo que tenía de sabio. No todo tiempo pasado fue mejor, pero tampoco todo presente es progreso. Quizás la clave está en encontrar el equilibrio entre la firmeza y la comprensión, entre la disciplina y la flexibilidad, entre el respeto por la autoridad y el fomento del pensamiento crítico.
Al final, esos recuerdos no son solo evocaciones de una infancia particular; son el testimonio de una manera de crecer que formó generaciones. Generaciones que aprendieron que la vida no siempre es fácil, que hay que trabajar por lo que se quiere, que el respeto es la base de la convivencia y que los límites, lejos de limitar, pueden liberar.
En el silencio de esas noches tempranas, quizás aprendimos algo que hoy cuesta enseñar: que hay belleza en la simplicidad, sabiduría en la disciplina, y fuerza en saber exactamente dónde uno está parado en el mundo, algo de lo que no tiene idea esta juventud de cristal.
Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan.
Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.

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