La ilusión


Por: Ricardo Abud

Hay un motor que no funciona con gasolina, ni con electricidad. Se alimenta de sueños, de promesas susurradas al oído del alma, de esa chispa que enciende los ojos ante lo que está por venir. Ese motor, tan frágil como poderoso, se llama ilusión.

No es solo una palabra. Es la savia invisible que recorre el árbol de nuestra existencia. Es el mapa que dibujamos en la mente mucho antes de pisar el territorio. Es el nudo en la garganta al comprar un billete de avión, la sonrisa tonta al envolver un regalo, el corazón acelerado al llamar a una puerta detrás de la cual esperamos una buena noticia. La ilusión es el arte de saborear el viaje, no solo el destino.

La ilusión de lo pequeño se esconde en los detalles cotidianos: en el aroma del café de la mañana, en la llamada de un ser querido que sabemos que va a sonar, en la primera fruta de la temporada. Es la capacidad de encontrar destellos de magia en la ordinario, de vestir de gala los momentos simples. Es la mirada de un niño ante un globo, pura, incontaminada, recordándonos que la felicidad a menudo reside en esperar lo sencillo con el corazón abierto.

La ilusión de lo grande es la que nos construye. Es la piedra fundamental con la que edificamos nuestra vida. Es el "sí, quiero" ante un proyecto, el estudio para un examen que abrirá puertas, la semilla que plantamos con fe de que algún día dará sombra. Es la fuerza que nos empuja a levantarnos después de una caída, porque la ilusión es, ante todo, la prima hermana de la esperanza. Es el faro que nos guía en la niebla, la certeza íntima de que el mañana puede ser mejor que el ayer.

Pero la ilusión, como todo lo humano, es vulnerable. A veces la vida, con sus golpes secos e inesperados, la agrieta. La decepción, la pérdida o el simple desgaste del día a día pueden apagar su fuego, dejando apenas brasas bajo la ceniza del desencanto. Ahí es cuando debemos volvernos alquimistas del espíritu. Porque la ilusión no es un don que se recibe, sino un músculo que se entrena. Se nutre de gratitud, de pequeños propósitos, de permitirnos soñar de nuevo, aunque sea con timidez.

Cultivar la ilusión es un acto de valentía. Es elegir ver el vaso medio lleno sabiendo que podría vaciarse. Es abrir el corazón sabiendo que podría romperse. Es, en esencia, un voto de confianza en la vida y en uno mismo.

Al final, la ilusión es el termómetro del alma. Nos dice que estamos vivos, que late en nosotros la capacidad de asombro, que aún tenemos batallas que librar y belleza que celebrar. No garantiza el éxito, pero nos asegura el viaje. Porque una vida con ilusión, aunque esté llena de obstáculos, es una vida vivida de verdad. Es la chispa que convierte lo ordinario en extraordinario y nos recuerda que, mientras haya un corazón capaz de latir con fuerza ante un nuevo amanecer, la esperanza nunca estará perdida.

Mantengamos viva esa llama. Por nosotros, por los que vienen, por el simple y profundo milagro de esperar algo bueno a la vuelta de la esquina.

Y eso, al final, ya no es tu carga. 

 Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan. 
Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.

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