Hay jardines que florecen con la promesa de la primavera eterna, donde cada semilla sembrada parecía destinada a convertirse en árbol centenario. Regamos esos jardines con lo mejor de nosotros: paciencia, ternura, palabras que eran puentes y no muros. Y durante un tiempo, el jardín respondió con flores que perfumaban cada mañana.
Pero las estaciones son caprichosas, y a veces el mismo jardín que acunamos con cuidado comienza a generar espinas donde antes había pétalos. No por malicia del jardinero, sino porque la tierra misma decidió cambiar su naturaleza. Y uno se pregunta: ¿Cómo puede el mismo suelo que alimentó rosas ahora amenazar con cardos?
La verdad más difícil de aceptar es que las personas cambian, o quizás, revelan capas que siempre estuvieron ahí, ocultas bajo el barniz de los días felices. El miedo puede transformar corazones en fortalezas, y las fortalezas, por definición, lanzan flechas hacia afuera. No siempre por convicción, sino por terror a lo desconocido, a la libertad del otro, a la página que se escribe sin su tinta.
Pero aquí está la dignidad: reconocer que uno no construye su casa sobre amenazas. Que las palabras que alguna vez fueron susurros de amor no pueden convertirse en látigos sin que algo esencial se rompa. Y cuando se rompe, el caballero verdadero no responde con la misma moneda. Simplemente recoge sus herramientas, honra lo que fue bueno, y se retira del jardín que ya no lo reconoce como aliado.
No hay rencor en esto. Hay tristeza, sí. La melancolía de ver cómo algo hermoso se desdibuja en su propia sombra. Pero también hay claridad: el amor real no amenaza, no intimida, no busca controlar lo que ya no le pertenece. El amor real, incluso cuando termina, respeta. Y si el respeto se ausenta, entonces lo que queda ya no merece llamarse amor.
Escribir es libertad. Es el último territorio donde uno permanece soberano. Y si alguien siente que cada palabra ajena es un espejo, quizás el problema no está en quien escribe, sino en quien ya no puede distinguir entre un reflejo y una acusación. Porque quien amenaza por lo que otro crea, en realidad está confesando su propio temor a la verdad.
Que cada uno cargue con sus decisiones. Que cada uno responda por las semillas que planta ahora, en este nuevo jardín de vidas separadas. Y que la pluma, esa compañera fiel, siga siendo honesta sin crueldad, libre sin venganza, clara sin necesidad de nombrar lo que ya todos los corazones involucrados conocen.
El caballero no pelea con quien ya perdió el honor en la batalla. Simplemente se inclina, agradece las lecciones, y continúa su camino con la frente en alto.
La mejor respuesta a una amenaza es una vida bien vivida, palabras bien escritas, y la paz de quien sabe que su pluma nunca fue un arma, sino un testimonio de su propia verdad.
Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan.
Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.

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