Hay momentos en la vida en los que te das cuenta de que ya no necesitas explicar quién eres. Simplemente eres, y eso basta. He llegado a ese punto donde las reglas que me gobiernas no las escribió nadie más.
Las forjé yo mismo, en el fuego de las experiencias, en el silencio de las traiciones, en la soledad de los que piensan diferente.
La transparencia se ha convertido en mi religión. Que me lo cuenten todo antes de que me entere por otros. No por desconfianza, sino por respeto. Porque cuando alguien te oculta la verdad, no está protegiendo tus sentimientos; está protegiendo su propia cobardía. He aprendido que los secretos pesan más que las verdades dolorosas, y prefiero cargar con la realidad que vivir en una mentira cómoda.
Mi mente funciona en frecuencias que pocos sintonizan. Pienso distinto, siento distinto, veo lo que otros prefieren ignorar. Por eso casi nunca encajo. Y está bien. He dejado de forzar conexiones que no fluyen naturalmente. La soledad elegida es mil veces mejor que la compañía fingida. No todos están destinados a entenderte, y no tienes que explicarte ante quienes no tienen la capacidad de escucharte realmente.
Observo todo. Cada gesto, cada silencio, cada mentira disfrazada de verdad. La gente cree que sus máscaras son invisibles, pero yo las veo todas. Sin embargo, he aprendido el poder del silencio. No confronto cada mentira que descubro, no señalo cada inconsistencia que noto. Porque he entendido algo fundamental: las opciones nunca mienten. La gente sí. Sus acciones revelan más que mil palabras, y yo prefiero leer entre líneas que escuchar discursos vacíos.
No tengo miedo de estar abajo porque de ahí vengo. Conozco el sabor amargo del fracaso, la sensación fría del suelo cuando te caes. He estado en el fondo tantas veces que ya no me asusta la caída. Es más, he aprendido que desde abajo la única dirección posible es hacia arriba. La gente que nunca ha tocado fondo vive con el terror constante de la caída; yo vivo con la certeza de que, pase lo que pase, ya sé cómo levantarme.
Estoy en un punto de mi vida donde los cuentos de hadas me aburren, ya no creo en aquello de que te amare por siempre. No busco finales perfectos ni historias color de rosa. Busco ser feliz sin necesidad de tantos adornos, tanto drama, tanta complicación. La felicidad real es simple, directa, sin guiones elaborados. Es despertar en paz contigo mismo, es no necesitar la aprobación de nadie para sentirte completo.
He dejado de perseguir lo que no me persigue. He dejado de insistir donde no me necesitan. He dejado de explicar lo que no quieren entender. Y en ese proceso de soltar, he encontrado algo invaluable: mi propia compañía. La relación más importante que tengo es conmigo mismo, y esa ya no la pongo en riesgo por nadie.
La vida me ha enseñado que la autenticidad no es cómoda. Ser real en un mundo lleno de máscaras te convierte en un extraño. Pero prefiero ser un extraño auténtico que un conocido falso. Mi integridad no está en venta, mi paz no es negociable, mi tiempo no es infinito.
Así que aquí estoy, con mis cuatro pilares inquebrantables, construyendo una vida que tenga sentido para mí. Sin disculpas, sin explicaciones innecesarias, sin máscaras que me sofoquen. Siendo exactamente quien soy, como soy, cuando soy.
Y así de simple. Así de complicado. Así de real.
Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan.
Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.

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