Soltar o permanecer, cuando hoy nos enseñan a huir


Por: Ricardo Abud

Vivimos en una época que ha convertido el desapego en virtud suprema. Las redes sociales, los libros de autoayuda y los gurús del bienestar nos bombardean con mantras sobre "dejar ir", "fluir" y "soltar lo que no nos sirve". Esta filosofía del desprendimiento se ha vuelto tan omnipresente que resulta casi revolucionario detenerse a cuestionar su dominio absoluto sobre nuestra forma de relacionarnos con la vida, con los demás y con nosotros mismos.

El párrafo que nos convoca señala una ausencia inquietante en este discurso contemporáneo: hemos olvidado que hay algo profundamente humano, necesario y transformador en el acto de quedarse. No todo lo que se complica merece ser abandonado; no toda dificultad es señal de que debemos irnos. Existe una sabiduría ancestral en el arte de sostener lo que amamos cuando el viento sopla en contra, una valentía que nuestra cultura de la inmediatez parece haber extraviado en algún rincón del olvido colectivo.

Sostener implica presencia activa. No es aferrarse con rigidez ni encadenarse a situaciones tóxicas, sino mantener en pie aquello que tiene raíces profundas, aunque las tormentas sacudan sus ramas. Cuando sostenemos una relación, un proyecto o un compromiso a través de sus crisis, estamos diciendo algo fundamental sobre nuestra concepción del mundo: que las cosas valiosas no son desechables, que la profundidad requiere tiempo, que el crecimiento muchas veces duele.

La reparación, ese verbo casi artesanal, nos habla de una época en la que las cosas se componían en lugar de reemplazarse. Reparar una relación fracturada, un corazón herido o la confianza rota exige paciencia, humildad y una fe obstinada en la posibilidad de que lo dañado puede volver a ser funcional, incluso hermoso. Las cicatrices no son fallas del sistema; son testimonios de batallas sobrevividas, mapas de nuestra capacidad de sanar.

El cuidado, por su parte, es quizás el acto más revolucionario en una sociedad que privilegia la productividad sobre la ternura. Cuidar significa atención constante, presencia cotidiana en los detalles pequeños que construyen lo significativo. Es regar una planta todos los días sin esperar que florezca cada mañana, es preguntarle a alguien cómo está y quedarse a escuchar la respuesta verdadera, no la automática. El cuidado no es espectacular; es una acumulación de gestos modestos que, con el tiempo, tejen redes invisibles de sostén mutuo.

Y el amor, esa palabra gastada por el uso indiscriminado, recupera aquí su dimensión más compleja y menos romántica. Amar no es solamente sentir mariposas en el estómago ni publicar fotografías filtradas de momentos felices. Amar es, sobre todo, la decisión repetida de permanecer cuando lo fácil sería marcharse. Es elegir, una y otra vez, el compromiso sobre la comodidad, la construcción sobre la huida.

Porque eso es precisamente lo que hacemos cuando las cosas se complican: huimos. Huimos de conversaciones difíciles, de conflictos que nos incomodan, de la vulnerabilidad que implica admitir que estamos perdidos o asustados. La cultura del "soltar" nos da una coartada perfecta para esta evasión perpetua. Nos convencemos de que estamos siendo sabios, evolucionados, conscientes, cuando quizás solo estamos siendo cobardes.

El llamado a "aguantar" que cierra el párrafo inicial no es una invitación al sufrimiento innecesario ni a la resignación pasiva. Es, más bien, un recordatorio de que la resistencia entendida no como rigidez sino como fortaleza es también una forma de amor. Hay batallas que vale la pena librar, relaciones que merecen ser salvadas, proyectos que requieren perseverancia más allá del entusiasmo inicial.

La pregunta que debemos hacernos no es si algo se ha vuelto difícil, sino si sigue siendo significativo. No todo lo que permanece nos conviene, pero tampoco todo lo que se resiste merece ser soltado. La sabiduría está en discernir la diferencia, en aprender que a veces el camino del crecimiento no pasa por irnos sino por quedarnos y transformar desde adentro lo que no funciona.

En un mundo que nos entrena para la desconexión inmediata ante el primer signo de malestar, elegir quedarse es un acto radical. Es reconocer que lo valioso no siempre es fácil, que la profundidad tiene un precio, y que ese precio, tiempo, esfuerzo, vulnerabilidad,  puede ser exactamente lo que convierte algo ordinario en extraordinario.

Soltar tiene su lugar y su momento. Pero también lo tienen el sostener, el reparar, el cuidar, el amar y el aguantar. La vida plena no se construye desde una sola de estas acciones, sino desde el equilibrio sabio entre saber cuándo quedarse y cuándo partir. Y quizás, solo quizás, nuestra época necesita recordar con urgencia que huir no siempre es libertad, y que a veces la mayor valentía está en permanecer.

Y eso, al final, ya no es tu carga. 

 Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan.
 Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.

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