El hambre invisible del alma


Por: Ricardo Abud

Hay un momento en la vida de casi todos nosotros cuando nos detenemos frente al espejo de nuestros deseos y nos preguntamos: ¿por qué nunca es suficiente? Acabamos de comprar esa nueva televisión que tanto queríamos, hemos conseguido el ascenso que perseguimos, o finalmente nos hemos mudado a esa casa más grande, y sin embargo, algo dentro de nosotros sigue susurrando: “necesito más”.

Esta sed insaciable no es casualidad, ni tampoco una falla de carácter. Es, en realidad, el grito silencioso de necesidades mucho más profundas que hemos aprendido a traducir en el lenguaje único que nuestra sociedad parece entender: el de las posesiones materiales.

Cuando una persona dice “necesito un auto nuevo”, rara vez está hablando únicamente del vehículo. Detrás de esas palabras se esconde el anhelo de sentirse exitosa, de proyectar una imagen de competencia, de experimentar la sensación de estar progresando en la vida. El auto se convierte en el símbolo tangible de algo intangible: la autoestima, el reconocimiento social, la sensación de control sobre nuestro destino.

De la misma manera, cuando alguien dice “necesito más dinero”, no siempre está expresando una preocupación genuina por la supervivencia económica. A menudo, el dinero representa seguridad emocional, libertad para tomar decisiones sin miedo, la capacidad de proteger a quienes amamos, o simplemente la tranquilidad de saber que tenemos opciones en un mundo que a veces se siente impredecible y hostil.

Esta traducción de necesidades emocionales en deseos materiales comienza temprano en nuestras vidas. Crecemos en una cultura que nos enseña que el amor se demuestra a través de regalos, que el éxito se mide en términos de posesiones, y que la felicidad puede comprarse en algún estante de alguna tienda. No es sorprendente, entonces, que cuando nos sentimos vacíos, inseguros o desconectados, nuestro primer instinto sea buscar algo externo que llene ese vacío.

Pero aquí radica la cruel ironía de nuestra época: mientras más tratamos de satisfacer nuestras necesidades emocionales con objetos materiales, más grande se vuelve la brecha entre lo que tenemos y lo que realmente necesitamos. Es como intentar saciar la sed bebiendo agua salada; temporalmente alivia la sensación, pero a la larga intensifica la necesidad.

La verdad incómoda es que lo que realmente anhelamos cuando decimos “necesito más” son cosas que no se pueden comprar: conexión genuina con otros seres humanos, un sentido de propósito que trascienda nuestros propios deseos, la sensación de que importamos en este vasto universo, la seguridad emocional de saber que somos amados por quienes somos y no por lo que poseemos.

Necesitamos ser vistos. No nuestras casas, ni nuestros autos, ni nuestras cuentas bancarias, sino nosotros, con nuestras vulnerabilidades, nuestros sueños, nuestros miedos más profundos. Necesitamos ser escuchados de verdad, no solo en las conversaciones superficiales sobre el clima o el trabajo, sino en esos momentos cuando compartimos lo que realmente nos importa, lo que nos quita el sueño por las noches, lo que hace que nuestros corazones latan más rápido.

Necesitamos sentirnos útiles, saber que nuestra existencia marca una diferencia, por pequeña que sea, en la vida de alguien más. Esta necesidad de significado es tan fundamental como el oxígeno, pero a menudo la confundimos con la necesidad de destacar, de tener más que otros, de acumular logros que podamos mostrar como evidencia de nuestro valor.

También necesitamos seguridad, pero no la seguridad que viene de tener más dinero en el banco o más seguros que nos protejan. Necesitamos la seguridad emocional que surge de saber que hay personas que estarán ahí para nosotros cuando todo lo demás falle, que nos aceptarán incluso cuando nos vean en nuestros momentos más oscuros.

Y tal vez, más que cualquier otra cosa, necesitamos perdón. Perdón hacia nosotros mismos por no ser perfectos, por cometer errores, por no estar siempre a la altura de nuestras propias expectativas. Pero este perdón no se encuentra en las tiendas, no viene incluido en los paquetes de mejoras para el hogar, no se puede descargar como una aplicación.

El problema surge cuando intentamos satisfacer estas necesidades profundamente humanas a través del consumo. Compramos ropa nueva esperando sentirnos más seguros de nosotros mismos, pero la confianza real viene de aceptar quiénes somos, independientemente de lo que vestimos. Adquirimos gadgets tecnológicos esperando sentirnos más conectados, pero la verdadera conexión requiere vulnerabilidad, tiempo y presencia, elementos que ningún dispositivo puede proporcionar.

Esta desconexión entre lo que realmente necesitamos y lo que pensamos que necesitamos no es solo un problema individual; es un fenómeno cultural que nos afecta a todos. Vivimos en una sociedad que ha construido su economía en la premisa de que siempre necesitamos más, que el crecimiento infinito es posible y deseable, que la felicidad está a una compra de distancia.

Pero algunos de nosotros comenzamos a despertar. Comenzamos a notar que la sensación de vacío regresa poco después de cada nueva adquisición, que la emoción de tener algo nuevo se desvanece más rápido de lo que esperábamos, que la verdadera satisfacción no viene de acumular, sino de conectar.

Reconocer nuestras necesidades ocultas requiere valor. Significa admitir que tal vez hemos estado buscando en los lugares equivocados, que tal vez necesitamos menos cosas y más momentos, menos posesiones y más presencia. Significa enfrentar la posibilidad de que nuestra cultura nos ha vendido una versión de la felicidad que nos mantiene eternamente insatisfechos.

Cuando finalmente comenzamos a ver a través de este velo, algo hermoso puede emerger. Podemos empezar a satisfacer nuestras verdaderas necesidades de maneras auténticas. En lugar de comprar algo nuevo para celebrar un logro, podemos llamar a un amigo y compartir nuestra alegría. En lugar de buscar seguridad en más seguros o ahorros, podemos construir relaciones más profundas que nos sostengan en tiempos difíciles.

Esto no significa que debamos rechazar por completo las comodidades materiales o vivir en la austeridad extrema. Significa, más bien, desarrollar la sabiduría para distinguir entre lo que realmente necesitamos y lo que pensamos que necesitamos, entre lo que nos nutrirá genuinamente y lo que solo nos dará una satisfacción temporal.

Al final, la pregunta no es si podemos permitirnos tener más, sino si podemos permitirnos seguir confundiendo nuestras necesidades más profundas con deseos superficiales. Porque en esa confusión no solo perdemos dinero o tiempo; perdemos la oportunidad de experimentar la clase de satisfacción que realmente puede llenar el vacío que todos llevamos dentro.

La próxima vez que te escuches decir “necesito más”, detente por un momento. Pregúntate qué es lo que realmente necesitas. Tal vez descubras que ya tienes muchas de las cosas que realmente importan, esperando a ser reconocidas, valoradas y nutridas. Tal vez descubras que el “más” que buscas no se encuentra en las tiendas, sino en la profundidad de tus relaciones, en la autenticidad de tus conexiones, en la generosidad de tu corazón hacia ti mismo y hacia otros.

Porque al final del día, cuando se apagan las luces y nos quedamos solos con nuestros pensamientos, no son nuestras posesiones las que nos reconfortan. Son los recuerdos de momentos compartidos, las voces de quienes nos aman, la sensación de haber vivido con propósito y autenticidad. Esas son las verdaderas riquezas que todos anhelamos, y la buena noticia es que están al alcance de todos nosotros, si tenemos el valor de buscarlas donde realmente se encuentran.


Y eso, al final, ya no es tu carga. 

 Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan. 
Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.

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