Ya no le tengo miedo a la oscuridad


Por: Ricardo Abud

Hubo un tiempo en que la oscuridad era sinónimo de vacío. Era la entidad que habitaba bajo la cama, la que susurraba en los rincones del techo cuando la luz se apagaba. 

Era el manto que amplificaba cada crujido, cada latido del propio corazón convertido en tambor de guerra. Era, ante todo, la ausencia. La ausencia de luz, de forma, de control. Un reino donde la imaginación, en lugar de un aliado, se transformaba en el más cruel de los verdugos.

Se encendían lámparas con devoción religiosa. Se dejaba una rendija de luz en la puerta, una suerte de cuerda de salvamento hacia el mundo real. La oscuridad era el enemigo a batir, un territorio hostil que cedía con el amanecer, derrotado y burlón, solo para prometer su regreso inevitable.

Pero la vida tiene una forma curiosa de enseñarnos. No con sermones, sino con experiencias que, gota a gota, van tallando nuestra percepción.

El cambio no llegó en una noche épica, sino en muchas noches pequeñas y silenciosas. Llegó en aquellas madrugadas de insomnio, donde el cansancio era tan grande que el miedo ya no tenía fuerzas para sostenerse. Ya no había energía para imaginar monstruos; solo existía el peso de los párpados y el eco de los pensamientos del día. En esa quietud forzada, algo cambió. La oscuridad dejó de ser un escenario de pesadillas y se convirtió en un lienzo en blanco para la introspección.

Fue entonces cuando empecé a escuchar su verdadera música.

Ya no era el silencio aterrador, sino la sinfonía sutil de la casa durmiendo: el zumbido lejano de la nevera, el viento acariciando la ventana, la respiración pausada de alguien amado en la habitación de al lado. Eran sonidos que la luz, con su ruidosa y bulliciosa presencia, ahogaba sin piedad.

Aprendí que la oscuridad no es la ausencia de luz, sino la presencia de todo lo que ella oculta. Es el espacio donde los sentidos se agudizan, donde el tacto se vuelve más fino, donde el oído se agudiza y donde la mente, liberada del bombardeo visual, puede por fin bucear en sus propias profundidades.

Dejé de verla como un vacío y empecé a sentirla como un abrazo. Un manto de intimidad que todo lo cubre, que iguala las formas y suaviza las aristas del mundo. Bajo su cobijo, las vulnerabilidades ya no tienen que esconderse. Las lágrimas pueden caer sin que nadie las vea secarse, los suspiros pueden ser profundos y liberadores, y las sonrisas pueden brotar para uno mismo, genuinas y sin testigos.

La oscuridad se convirtió en mi confidente. Es el lugar donde puedo repasar las cicatrices del día sin que el mundo me juzgue, donde puedo desarmar mis pensamientos y volver a armarlos con calma. Es el gran igualador: bajo su dominio, las preocupaciones que a la luz del día parecen gigantes, a menudo se reducen a su tamaño real, manejable y humano.

Ya no le tengo miedo a la oscuridad porque entendí que el miedo nunca estuvo en lo que no podía ver, sino en lo que yo proyectaba sobre ella. Los monstruos no se escondían en la habitación; habitaban en los recovecos de mis propias inseguridades. La luz no los ahuyentaba, solo los obligaba a retroceder momentáneamente. Fue en la penumbra donde, finalmente, me armé del valor necesario para voltearme y enfrentarlos, para mirarlos a los ojos y descubrir que estaban hechos de la misma materia de los sueños frustrados y los temores infundados.

Ahora, apagar la luz es un ritual. Es una invitación a conversar conmigo mismo, a descansar de verdad, a permitir que el mundo descanse también. Es cerrar los ojos y saber que, aunque no vea, todo sigue ahí. El cuarto, la casa, la ciudad. El universo entero continúa su ritmo imperturbable.

Ya no le tengo miedo a la oscuridad porque aprendí que ella no es el fin de la luz, sino su cuna. Es el necesario intermedio de quietud del que nace, renovada, cada nuevo amanecer. Y en ese ciclo eterno, encontré una paz profunda. La paz de saber que a veces, para ver con claridad, primero debemos cerrar los ojos y aceptar la belleza serena de la noche.

Nota: El verdadero temor, a menudo, no reside en los muertos, sino en los vivos. Es una lección que se aprende con la experiencia, al entender que el miedo que provoca el misterio de la muerte es, en el fondo, una abstracción. En cambio, son las acciones, intenciones y decisiones de quienes nos rodean las que realmente impactan nuestra vida. La traición, la malicia o la indiferencia son amenazas muy reales que solo pueden venir de aquellos que respiran. Es en las complejas relaciones humanas donde se encuentra el verdadero desafío, y donde la cautela se convierte en una herramienta esencial para navegar por el mundo.


Y eso, al final, ya no es tu carga. 

 Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan. 
Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.

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