Dolor y la Confianza Rota


Por: Ricardo Abud

Existe un dolor particular, único en su crueldad, que nace cuando quien prometió ser refugio se convierte en tormenta. No es el dolor de la pérdida inesperada ni el de la ausencia inevitable, sino ese que germina en el espacio exacto donde antes habitaba la confianza más pura. Y ese dolor, ese precisamente, es el que ahora me habita. Heridas que no brotan de la traición en sí misma, sino de la certeza previa de que esa traición jamás ocurriría. Y ese es el tipo de dolor que llevo conmigo: uno que no vino de una guerra declarada, sino del silencio de alguien en quien creí.

Lo que más me pesa no es lo que hiciste, sino lo que yo no hice: la certeza de mi propia bondad desperdiciada. Tuve en mis manos la posibilidad de devolverte cada sombra, cada duda, cada filo cortante que arrojaste sobre mí. Tuve la opción de herirte con la misma precisión con la que tú me heriste, incluso con una crueldad más afinada, porque yo sí sabía dónde te dolería. Y ese es el dolor del que no me puedo librar, no el que me infligiste, sino mi conciencia de haberme detenido. Pensé en tu dolor antes que en el mío. Ese fue mi error y, al mismo tiempo, mi prueba más clara de amor.

No te culpo. Al final, cada quien entrega lo que tiene en su corazón, y tú solo pudiste darme lo que habitaba en el tuyo. No sé quién te hizo tanto daño, no sé qué historia te quebró hasta convertirte en alguien incapaz de ver al otro, pero eso nunca fue mi culpa. Nunca lo fue. Sin embargo, fui yo quien terminó pagando la factura emocional de un desastre en el que no participé.

Y aunque suene absurdo, espero que destruirme te haya dado algo parecido a la paz. Tal vez, al ver cómo me rompías, encontraste el reflejo de tus propios fragmentos. Tal vez ese caos era todo lo que sabías entregar.

No me avergüenzo de admitir que me dolió. Me dolió profundamente. Me dolió porque te creí cuando dijiste que no me dañarías. Me dolió porque te quise con la ingenuidad de quien piensa que la excepción será por fin real. Me dolió porque fuiste tú quien me prometió que no serías igual que los demás… y tuviste razón: nadie antes me había destrozado tanto.

Pero el dolor no viene solo de la herida, viene de la traición específica a la promesa. Me dijiste, con palabras que aún resuenan en el eco de mi memoria, que no eras capaz de hacerme daño. Me juraste, con esa convicción que solo tienen los mentirosos consumados o los ilusos sinceros, que no eras como los demás, que conmigo todo sería diferente. Y tenías razón, qué irónica, qué terrible razón tenías. No eres como el resto: eres peor. Porque ninguno antes que tú había alcanzado ese rincón sagrado donde habita mi capacidad de confiar plenamente. Ninguno había tenido acceso a ese lugar donde guardo mi vulnerabilidad más genuina. Y ninguno, absolutamente ninguno, había logrado destrozarme con semejante precisión quirúrgica.

Y aquí viene la verdad más liberadora y devastadora a la vez: no te culpo. Porque he comprendido, con una claridad que solo da el sufrimiento, que cada persona da desde su interior, entrega desde su esencia, ofrece desde su propia sustancia emocional. Tú me diste traición porque eso es lo que llevabas dentro. Yo te di lealtad porque eso es lo que habita en mí. Yo no fui quien te lastimó primero, y sin embargo, pagué por pecados ajenos. Solo me queda la esperanza amarga, pero esperanza al fin de que mi destrucción haya servido para algo, de que al destrozarme a mí hayas logrado sanar tus propias heridas, de que mi sangre emocional haya sido el bálsamo de tus cicatrices antiguas.

Me arrancaste sollozos desde lugares tan profundos de mi ser que desconocía su existencia. Y todo eso porque confié. Porque creí. Porque me atreví a pensar que tus palabras eran verdad y no simple decoración verbal.

Así que esto es un adiós, pero no uno cobarde ni uno que huye. Es un adiós que se para firme sobre la dignidad recuperada, sobre el amor propio que resucita de entre los escombros. Es un adiós que reconoce el dolor pero no se ahoga en él. Es un adiós que te libera de mi vida pero me libera también de la cárcel de tu indiferencia.

Adiós. Y que la vida te enseñe lo que yo no pude mostrarte: que los corazones sinceros son tesoros, no blancos de tiro.

Y seguiré caminando.

Porque si algo aprendí es que uno no se define por quién lo hiere, sino por quién decide no herir, incluso cuando tiene la oportunidad de hacerlo.

Y eso, al final, ya no es tu carga. 

 Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan. 
Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.

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