La Casa del Silencio, nuestra casa hoy.



Por: Ricardo Abud

A veces siento que la casa respira conmigo. O quizá soy yo quien intenta respirar con ella, para no sentir tan fuerte el vacío que dejó el tiempo. Antes, cada rincón vibraba con las risas de hijos y nietos; el aire se calentaba con abrazos, pasos apresurados, discusiones alegres, el sonido de platos chocando en la cocina, y esa mezcla de voces que parecía un coro improvisado de afectos. Era un refugio donde el amor no necesitaba anunciarse: simplemente estaba llenando todo.

Al abrir la puerta, me golpea un silencio tan puro que duele. Es un silencio que no es solo ausencia de ruido, sino ausencia de vida. Camino despacio por la sala, esperando como un instinto que se niega a morir,  escuchar de pronto un grito, un llamado, un “ya lleguĂ©”. Pero nada. Solo los pasos huecos, el eco de mi propio respirar, los ruidos tĂ­midos de una casa que se ha quedado sola conmigo.

A veces me detengo frente a las habitaciones y me pregunto si es posible que las paredes extrañen. Me parece que sí, porque hasta los objetos parecen mirar hacia la puerta, aguardando un regreso que no llega. Todos han migrado, se han ido buscando un destino distinto, y aunque entiendo las razones, el corazón no aprende tan rápido lo que la mente explica. Me invade una tristeza quieta, sin dramatismos, pero profunda, como un río que corre por dentro sin hacer ruido.

Me asustan mis propios miedos: el de convertirme en el último guardián de recuerdos que ya nadie comparte, el de que la casa se vaya apagando poco a poco, y el de que este silencio termine por convertir la nostalgia en costumbre. Y, aun así, cada vez que entro, hay una parte de mí que se aferra a lo que fue, que ilumina, aunque sea un instante, la memoria de aquellos días en que la casa no era un espacio, sino un abrazo compartido.

Hoy camino entre sombras y memorias, intentando no olvidar que, aunque ahora duela, hubo un tiempo en que todo aquí estaba lleno de amor. Y, de algún modo, sé que ese amor sigue aquí, escondido entre las paredes, esperando que algún día las voces regresen, aunque sea en forma de recuerdo.

Cuando giro la llave y empujo la puerta, el silencio me recibe no con un sonido, sino con una contusiĂłn en el pecho. No es el silencio apacible de la siesta o el descanso. Este es un silencio definitivo, permanente, que cruje en cada rincĂłn y se pega a las paredes como la humedad.

Recuerdo cuando esta casa era un universo completo. Los sábados de parrilla eran una sinfonía de voces superpuestas: risas en el patio, discusiones en la cocina, la música a todo volumen porque nadie quería perderse detalle, los niños corriendo por la casa con esos pasos atronadores. La mesa se extendía en mi imaginación y nunca alcanzaban las sillas. Había que improvisar lo que fuera. Nadie se quejaba. Al contrario, ese apretón era parte de la magia.

Ahora camino por estas habitaciones y mis pasos resuenan demasiado fuerte. Me asusto del eco de mi propia presencia. Abro los closets y encuentro ropa que ya nadie usa, colgada como fantasmas textiles de vidas que siguieron su curso lejos de aquí. Las fotos en la pared me miran con reproche o con lástima, no lo sé bien. Ahí estamos todos, congelados en una tarde de diciembre, apretados, felices, ajenos a que aquello no duraría para siempre.

La cocina es lo que más me duele. Ese lugar era el corazón de la casa, donde se cocinaba para un ejército y siempre había café recién hecho, nuestra madre siempre alerta. Ahora la cocina está fría, las ollas ordenadas con esa pulcritud que solo tienen las cosas que no se usan. Abro el refrigerador por costumbre y encuentro lo mínimo: solo agua escarcha, sobras de una soledad que trato de no nombrar.

Me siento en la sala, en ese sofá que antes no tenía ni un centímetro libre, y miró alrededor con un miedo que me cuesta admitir. Tengo miedo de que este silencio sea definitivo. Miedo de que los que se fueron no vuelvan, de que las ciudades lejanas se los traguen para siempre. Miedo de que esta casa, que fue templo y refugio, se convierta en museo polvoriento de lo que fuimos.

Tengo miedo de olvidar. De que se me borre el sonido exacto de la risa de los niños bajando la escalera, el tono preciso de las conversaciones en la sobremesa, el aroma del domingo. Tengo miedo de ser, algún día, el único que recuerde lo que fue este lugar cuando estaba vivo.

A veces me quedo dormido aquí, en este sofá, y sueño que todos regresan. Que la puerta se abre de golpe y entran con maletas y abrazos, con historias de países lejanos y promesas de quedarse. Pero despierto y sigue el silencio, ese silencio cruel que tiene ruido de reloj, de nevera vieja, de tablones que se acomodan, de casa que envejece sola.

Sé que la vida es así, que los hijos crecen y vuelan, que las oportunidades están en otras partes, que el mundo es grande y hay que vivirlo. Lo entiendo con la cabeza. Pero el corazón no entiende de razones. El corazón solo sabe que esta casa, que antes reventaba de amor, ahora respira apenas. Y yo aquí, guardián involuntario de los recuerdos, tratando de mantener vivo algo que quizás solo existe ya en mi memoria.

Antes de irme, recorro cada habitación una vez más, tocando las paredes como quien acaricia a un enfermo. Le hablo bajito a la casa, le prometo que no me ire, aunque no sé si me escucha o si le importa. Cierro la puerta con cuidado, como si temiera despertarla, y el clic de la cerradura suena a despedida.

Camino por la vereda y volteo a mirarla una vez más. Desde afuera parece la misma: sólida, digna, esperando. Pero yo sé la verdad. Sé que adentro solo queda el eco de lo que fuimos, y esa nostalgia qué duele tanto que a veces pienso que es lo único que me mantiene conectado a todos los que se fueron.

Tal vez eso somos todos: casas que el tiempo y la distancia vaciaron, esperando, sin remedio, que los recuerdos vuelvan a hacerse ruido.

PD. Las lágrimas no me permitĂ­an escribir, cada párrafo era un descanso, cada descanso una lluvia de recuerdos, cada recuerdo un satĂ©n de vivencias, cada vivencia un miedo inagotable, cada miedo un suspiro que poco a poco me apaga, una luz que va perdiendo vida en cada instante que veo la casa en silencio. Estoy cansado, exhausto y …

Y eso, al final, ya no es tu carga. 

 Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan. 
Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.

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