Hay algo extraño en despertarse el 25 de diciembre y que el silencio sea mi único compañero. No hay pequeños pies corriendo por los pasillos, ni risas que rompan la quietud de la mañana. Solo yo, mi respiración pausada y esa luz dorada que se filtra por mi ventana, recordando que hoy es diferente, aunque mi realidad permanezca igual.
Cuando abro los ojos este 25 de diciembre, no hay prisa. No hay voces expectantes esperándome. Es solo mi corazón latiendo contra el silencio, y descubro que hay una belleza extraña en esta calma. Me quedo unos minutos más en la cama, escuchando el mundo despertar allá afuera: las campanas lejanas, el murmullo de las familias en otros hogares, la vida navideña que fluye sin mí, pero no contra mí.
Me levanto despacio, como quien entra en un templo. Porque eso es lo que mi casa se ha vuelto hoy: un templo de soledad sagrada. Preparo mi café con más cuidado del habitual, como si fuera un ritual. El aroma llena mi cocina silenciosa y, por un momento, me abraza con la misma calidez que lo harían unos brazos.
Pongo la mesa para una persona, pero no con tristeza. La pongo con dignidad. Mi plato favorito, mi taza especial, esa servilleta que guardaba para las ocasiones importantes. Porque hoy descubrí que yo soy mi ocasión importante. Que mi soledad merece respeto, cuidado, amor.
Como despacio, saboreando cada bocado, escuchando mi propia respiración. No hay conversaciones que mantener, ni sonrisas que fingir. Solo la honestidad de estar conmigo, de reconocer que estoy aquí, que existo, que mi presencia solitaria también cuenta en este día.
Mientras el día avanza, los recuerdos llegan como invitados inesperados. Navidades pasadas con voces y abrazos que ya no están. Pero en lugar de doler, hoy me acompañan. Los recuerdos se sientan conmigo en el sofá, me cuentan historias que ya conozco pero que necesitaba volver a escuchar.
Hablo con ellos, en voz alta, sin vergüenza. “¿Recuerdas cuando…?” le pregunto al aire, y siento como si alguien realmente me respondiera. Porque los que amé siguen aquí, en estas paredes, en mis gestos, en la forma en que todavía preparo el café como le gustaba a mi madre.
En mi soledad navideña descubro un regalo que no esperaba: el tiempo para conocerme. Sin distracciones, sin ruidos externos, me encuentro cara a cara conmigo mismo. ¿Cuándo fue la última vez que pude hacer esto? ¿Cuándo pude simplemente ser, sin performar para nadie más?
Leo ese libro que había estado esperando. Escucho esa música que siempre posponía. Me miro al espejo y, en lugar de buscar defectos, busco señales de resistencia, de supervivencia, de belleza solitaria. Me veo y me reconozco: soy alguien que ha aprendido a estar solo sin perderse.
Cuando llega la noche, salgo al balcón. Veo las ventanas iluminadas de otros hogares, escucho las risas distantes, y no siento envidia. Siento algo parecido a la gratitud. Ellos tienen su Navidad, yo tengo la mía. Ellos tienen su forma de celebrar, yo he encontrado la mía.
Las estrellas brillan igual para todos. La luna no discrimina entre las casas llenas y las casas silenciosas. El frío de diciembre me abraza con la misma intensidad que abraza a cualquier otra persona. No estoy excluido del mundo; simplemente lo experimentó de manera diferente.
Porque hoy comprendo que mi soledad no es una carencia, es una elección. Una elección de paz sobre ruido, de silencio sobre conversaciones vacías, de autenticidad sobre máscaras sociales. Mi Navidad no es menos válida por ser silenciosa. Es diferente, es mía, es real.
Enciendo una vela, no por tradición, sino por mí. Su luz pequeña e íntima ilumina mi rostro, y en ese reflejo veo a alguien que ha aprendido una de las lecciones más difíciles: que se puede estar solo sin estar vacío, que se puede celebrar en silencio, que el amor propio también es una forma de amor navideño.
Antes de dormir, me hago una promesa. No la promesa de que el próximo año será diferente, sino la promesa de que aprenderé a valorar todos mis diciembres, ruidosos o silenciosos. Que mi compañía será siempre suficiente, que mi soledad será siempre sagrada.
Porque en esta Navidad silenciosa he descubierto algo hermoso: que no necesito una mesa llena para sentirme completo. Que mi corazón puede llenarse de amor propio, de recuerdos dulces, de la paz que solo encuentra quien se ha reconciliado con su propia soledad.
El 25 de diciembre termina, pero me quedo con algo invaluable: la certeza de que puedo ser feliz conmigo mismo, de que mi silencio también es música, de que mi soledad también es una forma de celebrar la vida.
Mañana el mundo seguirá girando, pero yo habré aprendido que no necesito esperar a que alguien más llegue para comenzar a vivir plenamente. Porque ya estoy aquí, ya soy suficiente, ya soy mi propia compañía perfecta.
Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan.
Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.

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