El fanatismo, entendido como la adhesión irracional y exacerbada a una causa, ideología o creencia, no surge únicamente de la convicción sincera o del fervor desmedido. En su raíz más oscura, late un impulso más terrenal y calculador: la codicia. Esta, entendida como el deseo insaciable de acumular poder, riqueza o influencia, actúa como un motor oculto que alimenta y perpetúa los extremismos.
La relación entre codicia y fanatismo no es inmediatamente evidente, pues el discurso fanático suele enmascararse bajo banderas de pureza, justicia o salvación. Sin embargo, cuando se analizan las estructuras de poder detrás de los movimientos radicales, emerge un patrón claro: la explotación de las masas para beneficio de unos pocos. Los líderes fanáticos, lejos de ser meros iluminados, suelen ser estrategas que instrumentalizan el fervor colectivo para consolidar su dominio. La codicia, en este sentido, no se limita al plano material; también abarca la sed de control absoluto sobre las mentes y los destinos ajenos.
El fanatismo, entonces, se convierte en una herramienta eficaz para movilizar a las personas hacia fines que no siempre comprenden. La promesa de recompensas trascendentales—ya sean espirituales, políticas o sociales—enmascara el verdadero objetivo: la concentración de poder. La codicia distorsiona la realidad, transformando ideales en dogmas y disidencia en herejía. Así, el fanático, creyendo luchar por una causa superior, se convierte en un instrumento al servicio de intereses ajenos.
En este marco, la codicia no solo impulsa el fanatismo, sino que lo perpetúa. Mientras exista la posibilidad de extraer beneficio del radicalismo, habrá quienes lo fomenten, alimentando ciclos de intolerancia y violencia. La lucha contra el fanatismo, por tanto, no puede limitarse a combatir sus manifestaciones externas; debe atacar su raíz: la maquinaria de ambición que lo sustenta. Solo desentrañando este vínculo podrá comenzar a desmontarse su poder destructivo.
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