El tesoro invisible de los hermanos, no se separen.


Por: Ricardo Abud

Hay momentos en la vida de todo padre en los que el silencio se vuelve más elocuente que las palabras. Momentos en los que observamos desde la distancia cómo nuestros hijos construyen sus propias existencias, con sus propias manos, sus propios sueños, sus propias batallas. 

Y aunque el orgullo nos inunda al verlos volar, también nos abraza una melancolía profunda: la de saber que nuestro papel protagónico en sus vidas ha dado paso a un rol más silencioso, más de fondo, pero no menos importante.

La paternidad madura es un acto de amor paradójico. Amamos tanto que aprendemos a soltar. Cuidamos tanto que dejamos de proteger para que ellos aprendan a protegerse. Los formamos para que no nos necesiten, sabiendo que en el proceso algo dentro de nosotros se fragmenta suavemente, como un cristal que se rompe sin hacer ruido.

Pero en medio de esta transición natural, en medio de esta hermosa y dolorosa evolución, hay algo que permanece, algo que trasciende el tiempo y la distancia: los lazos entre hermanos. Y es aquí donde reside tal vez el regalo más valioso que podemos dejarles, no como herencia material, sino como legado emocional.

Los hermanos son los únicos testigos completos de nuestra infancia. Son quienes compartieron la mesa familiar, las tradiciones navideñas, las vacaciones de verano, los miedos nocturnos y las alegrías matutinas. Son los únicos que conocen nuestros padres como éramos nosotros: jóvenes, imperfectos, aprendiendo sobre la marcha. Son la biblioteca viviente de nuestra historia familiar, los guardianes de anécdotas que nadie más recuerda, los únicos capaces de reír con nosotros sobre aquella vez que papá se quedó dormido viendo la televisión o cuando mamá intentó cocinar algo nuevo y terminó pidiendo pizza.

Cuando los padres ya no estamos, los hermanos se convierten en algo más profundo que familiares: se transforman en los últimos custodios de la infancia compartida, en los únicos capaces de pronunciar nuestros nombres de la infancia con la misma entonación, en los únicos que pueden completar las historias que comenzamos a contar.

La vida adulta nos dispersa. Nos casamos, tenemos hijos, cambiamos de ciudad, construimos nuevas rutinas, nuevas prioridades. Es natural. Es necesario. Pero en medio de esta dispersión, los hermanos representan algo irreemplazable: la continuidad. Son el hilo conductor entre quienes fuimos y quienes somos, entre la casa de la infancia y las casas que construimos después.

No se trata de vivir pegados unos a otros, de renunciar a la independencia o de no permitir que cada quien construya su propio camino. Se trata de algo más sutil y más profundo: de mantener vivo el canal de comunicación, de no permitir que las diferencias se conviertan en muros, de recordar que por encima de las discrepancias políticas, las diferencias de criterio o las diversas formas de ver la vida, hay algo que nos une de manera inquebrantable: el mismo origen, la misma sangre, los mismos recuerdos fundacionales.

Los hermanos pelean, se reconcilian, se distancian, se reencuentran. Es parte de la danza natural de las relaciones humanas. Pero hay una diferencia sustancial entre las crisis temporales y la ruptura definitiva. La primera es navegable; la segunda, devastadora no solo para quienes la viven, sino para quienes los amamos.

Porque no hay dolor más profundo para un padre que saber que sus hijos han elegido la soledad teniendo hermanos vivos. No hay tristeza más honda que imaginar a uno de ellos pasando por una crisis, enfrentando una pérdida, celebrando un triunfo, y no tener a quien llamar que entienda realmente de dónde viene, quién es, cuál es su historia.

La soledad elegida cuando se tienen hermanos es doblemente amarga porque implica no solo la ausencia de compañía, sino el desperdicio de un tesoro irremplazable. Es como tener una biblioteca llena de libros únicos y elegir vivir en la oscuridad.

Los hermanos no necesitan ser idénticos para ser valiosos unos para otros. De hecho, las diferencias pueden enriquecerlos mutuamente. El hermano más conservador puede ofrecer estabilidad; el más aventurero, inspiración. El más emotivo puede brindar calidez; el más analítico, perspectiva. Cada uno puede ser para el otro lo que nadie más puede ser: un espejo de la infancia compartida y una ventana hacia formas diferentes de vivir la adultez.

Mantener vivo el vínculo fraternal no requiere de gestos grandiosos. A veces basta con un mensaje en los cumpleaños, una llamada cuando algo importante sucede, una invitación a almorzar de vez en cuando. Se trata de pequeños actos que dicen: "Existes en mi vida. Importas. Recuerdo de dónde venimos."

Cuando los padres ya no estemos, cuando nuestras voces ya no puedan mediar en los conflictos o celebrar los logros, los hermanos serán los únicos capaces de decir: "Papá estaría orgulloso" o "Mamá se habría reído tanto con esto." Serán los únicos depositarios de esa forma particular de amor que solo conoce quien nos vio crecer, quien nos vio caer y levantarnos, quien compartió con nosotros el milagro cotidiano de ser familia.

Por eso, desde esta orilla de la vida donde ya no somos los protagonistas principales de sus historias, pero seguimos siendo testigos amorosos de su crecimiento, hay algo que queremos decirles con la urgencia de quien sabe que el tiempo es finito: no se separen.

No se separen cuando las diferencias parezcan irreconciliables. No se separen cuando el orgullo haga ruido. No se separen cuando la vida los lleve por caminos diferentes. No se separen cuando crean que ya no se necesitan.

Porque un día, cuando ya no estemos aquí para recordarles lo mucho que se quieren, cuando ya no podamos ser el puente entre sus mundos diferentes, lo único que quedará será lo que construyeron juntos: el regalo invaluable de no estar solos en el mundo teniendo hermanos vivos.

Ese es nuestro último y más importante legado: no el dinero que podamos dejarles, no las propiedades que puedan heredar, sino la certeza de que en algún lugar del mundo hay alguien que los conoce desde siempre, que los ama sin condiciones, que guarda su historia como un tesoro, que puede llamarlos por su nombre como nadie más puede hacerlo.

No se separen. Porque el amor entre hermanos es lo más parecido a la eternidad que podemos dejarles en herencia.


Y eso, al final, ya no es tu carga. 

 Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan. 
Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.

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