El perdón que le debemos a nuestra alma


Por: Ricardo Abud

Existe una conversación pendiente que muchos de nosotros hemos postergado durante años, quizás décadas. Es un diálogo íntimo con esa parte más vulnerable y auténtica de nuestro ser: nuestra alma. Esa chispa divina que late dentro de nosotros, que siente cada herida como si fuera un corte profundo, que se ilumina con el amor verdadero y se marchita en la indiferencia.

¿Cuántas veces hemos traicionado a nuestra propia alma? La hemos arrastrado por caminos pedregosos, la hemos obligado a permanecer en espacios tóxicos donde el aire estaba envenenado por la manipulación y el desamor. Le hemos pedido que resista lo irresistible, que ame sin ser amada, que dé sin recibir, que perdone sin ser valorada.

Nuestra alma, paciente como un niño que confía ciegamente en sus padres, ha aguantado. Ha soportado las noches en vela esperando mensajes que nunca llegaron, ha cargado el peso de promesas rotas, ha bebido de pozos secos creyendo que eventualmente brotaría agua fresca. Y nosotros, ciegos a su sufrimiento, hemos interpretado su resistencia como fortaleza, cuando en realidad era una súplica silenciosa.

Hubo momentos en que nuestra alma nos gritó. No con palabras, sino con esa sensación de vacío en el estómago, con esa opresión en el pecho, con esa ansiedad inexplicable que nos despertaba a las tres de la madrugada. Nos mandaba señales como náufrago en una isla desierta: insomnio, lágrimas sin razón aparente, una tristeza que parecía no tener origen pero que lo tenía todo.

Y nosotros, maestros en el arte de la negación, interpretamos esas señales como debilidad. "Sé fuerte", nos decíamos. "El amor requiere sacrificio", nos repetíamos como un mantra destructivo. Confundimos el martirio emocional con la entrega genuina, el sufrimiento con la fidelidad.

Existe una línea muy delgada entre amar profundamente y perderse completamente. Amar es expandir el alma, no encogerla. Es crecer juntos, no desaparecer en el otro. Pero en algún momento aprendimos que amar significaba dar hasta quedarnos vacíos, que la lealtad requería silenciar nuestras necesidades, que el compromiso implicaba aceptar migajas emocionales como si fueran banquetes.

Nuestra alma conoce la diferencia. Ella sabe cuándo está siendo alimentada y cuándo está siendo consumida. Reconoce la diferencia entre el amor que eleva y el apego que destruye. Pero hemos aprendido a desconfiar de su sabiduría, a catalogar sus advertencias como "exageraciones" o "inseguridades".

Llega un momento en la vida,  si somos afortunados  en que finalmente nos detenemos. Miramos hacia adentro y vemos el estado de nuestra alma. La encontramos cansada, herida, casi apagada. Es entonces cuando comprendemos que hemos sido los arquitectos de su dolor, los cómplices silenciosos de su deterioro.

Este reconocimiento no viene sin culpa. Duele darse cuenta de que hemos sido negligentes con lo más sagrado que poseemos. Duele aceptar que, en nombre del amor, hemos cometido actos de crueldad hacia nosotros mismos. Pero este dolor es el primer paso hacia la sanación.

Si pudiéramos escribir una carta de perdón a nuestra alma, ¿qué le diríamos? 

"Querida compañera de vida, te pido perdón por haberte abandonado cuando más me necesitabas. Perdón por haber confundido tu sabiduría con cobardía, tu intuición con paranoia, tu dolor con dramatismo. Perdón por haberte obligado a habitar espacios donde no había lugar para tu luz, por haberte pedido que te encogieras para caber en amores demasiado pequeños para ti."

"Perdón por no haberte defendido cuando alguien te trataba con indiferencia, por haber justificado lo injustificable, por haber normalizado lo que era profundamente anormal. Perdón por haberte enseñado que tu valor dependía de cuánto podías soportar, en lugar de enseñarte que tu valor es inherente, innegociable y sagrado."

"Perdón por cada golpe que permití que recibieras, por cada mentira que dejé que te atravesara como una daga silenciosa. Perdón por haber minimizado la violencia que te infligieron, por haber buscado excusas para lo inexcusable, por haber convertido cada traición en una oportunidad para 'demostrar' cuánto amor tenías para dar. Perdón por haberte convencido de que merecías menos que la verdad, menos que el respeto, menos que la ternura que siempre estuviste dispuesta a ofrecer."

Pero una disculpa sin cambio de comportamiento es solo palabras vacías. Nuestra alma necesita más que perdón; necesita la promesa sincera de que las cosas van a cambiar. Necesita saber que finalmente vamos a escucharla, a protegerla, a honrarla.

Esta promesa incluye aprender a decir no a lo que la lastima y sí a lo que la nutre. Significa establecer límites que protejan su integridad, significa alejarse de personas y situaciones que la drenan. Significa entender que su bienestar no es negociable.

El amor propio no es egoísmo; es supervivencia espiritual. Es reconocer que nuestra alma es un tesoro que debemos custodiar con celo. No podemos dar lo que no tenemos, no podemos amar auténticamente si estamos vacíos por dentro.

Cuidar de nuestra alma significa crear espacios de silencio donde pueda hablar, momentos de soledad donde pueda respirar, relaciones donde pueda florecer sin miedo. Significa rodearnos de personas que celebren nuestra luz en lugar de tratar de apagarla.

Cuando comenzamos a tratar a nuestra alma con el respeto que merece, algo mágico sucede. Esa chispa que creíamos extinguida comienza a brillar nuevamente. Recuperamos la capacidad de sentir alegría genuina, de confiar en nuestra intuición, de establecer relaciones basadas en la reciprocidad y el respeto mutuo.

Ya no necesitamos mendigar amor porque reconocemos nuestro propio valor. Ya no confundimos la intensidad con la profundidad, ni el drama con la pasión. Aprendemos que el amor verdadero es paz, no guerra; es construcción, no destrucción.

Nuestra alma merece un guardián que la proteja, que la honre, que la escuche. Ese guardián somos nosotros mismos. No podemos delegarle a nadie más esta responsabilidad sagrada. Nadie más puede cuidar de nuestra esencia como nosotros podemos hacerlo.

Es tiempo de dejar de entregar nuestra alma a quienes no saben apreciar su valor. Es tiempo de retomar la custodia de nuestro ser más auténtico y prometerle que, de ahora en adelante, solo habitará espacios donde sea celebrada, respetada y amada en su totalidad.

Porque al final del día, la relación más importante que tendremos jamás es la que mantenemos con nuestra propia alma. Y esa relación merece todo nuestro amor, toda nuestra atención, todo nuestro respeto.

Es hora de traerla de vuelta a casa


Y eso, al final, ya no es tu carga. 

 Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan. 
Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.

Publicar un comentario

0 Comentarios