Las vidas que pudieron ser


Por: Ricardo Abud

Las vidas que no vivimos nos persiguen como sombras silenciosas, susurrando al oído lo que pudo haber sido. Cada decisión que tomamos cierra una puerta, pero nuestra mente insiste en mantenerla entreabierta, asomándose de vez en cuando para vislumbrar ese otro yo que camina por senderos diferentes.

Ahí está ella, la mujer que decidió quedarse en aquella ciudad extranjera donde estudió un semestre. La veo bajando escaleras de piedra antigua cada mañana, con un café humeante entre las manos y el acento local ya incorporado a su manera de hablar. Conoció a alguien en una librería pequeña, se casó en una ceremonia íntima rodeada de amigos que hablan idiomas que apenas entiendo. Sus hijos crecen bilingües, con esa facilidad natural para moverse entre mundos que solo tienen quienes nacen en la intersección de las culturas.

Y ahí está él, el hombre que se atrevió a renunciar a ese trabajo estable para perseguir su sueño de escribir. Lo imagino en una cabaña junto al mar, con las manos manchadas de tinta y el cabello revuelto por la brisa salada. Sus novelas no lo han hecho rico, pero cada mañana despierta con la satisfacción de quien vive según sus propios términos. Sus arrugas se forjaron de sonrisas, no de preocupaciones financieras que lo mantienen despierto en esta vida que elegí.

Existe también esa versión de mí que dijo “sí” cuando debía haber dicho “no”, y otra que pronunció “no” cuando el corazón gritaba “sí”. Una que tomó el avión de medianoche hacia una aventura incierta, y otra que se quedó en casa, construyendo una vida predecible pero segura. Ambas cargan con sus propios fantasmas, sus propios “qué hubiera pasado si”.

Estas vidas paralelas no son solo ejercicios de nostalgia. Son recordatorios íntimos de nuestra complejidad, de todas las personas que llevamos dentro y que nunca llegaron a florecer completamente. Cuando veo a una pareja anciana caminando tomada de la mano, mi corazón se divide: una parte celebra el amor que perduró, otra llora por los amores que dejé ir. Cuando leo sobre alguien que cambió el mundo con su invento, una voz interior susurra sobre esa idea brillante que tuve una vez y nunca perseguí.

Pero quizás la belleza de estas vidas imaginarias radica precisamente en que permanecen intactas en el reino de lo posible. No están manchadas por la realidad, no han enfrentado los desafíos que inevitablemente habrían llegado. Son perfectas porque nunca fueron puestas a prueba, son ideales porque habitan en el espacio sagrado de nuestros sueños no cumplidos.

La vida que elegimos vivir, con sus imperfecciones y cicatrices, es real. Tiene peso, textura, consecuencias. Las otras solo tienen la ligereza de lo imaginado, pero es esa misma ligereza la que les permite volar hasta nosotros en los momentos de quietud, recordándonos que fuimos, somos y seguiremos siendo seres de infinitas posibilidades.

Tal vez el consuelo no está en lamentar las vidas no vividas, sino en reconocer que todas ellas, de alguna manera misteriosa, siguen viviendo en nosotros. Cada decisión no tomada nos enseña algo sobre quién somos realmente. Cada camino no elegido ilumina el valor del sendero que sí decidimos recorrer.

Nuestras vidas paralelas no son cargas que llevamos, sino regalos que nos hacemos a nosotros mismos: la prueba tangible de que fuimos capaces de imaginar más de una forma de existir, de que nuestro corazón fue lo suficientemente grande como para amar múltiples futuros, incluso si solo pudimos vivir uno de ellos.


Y eso, al final, ya no es tu carga. 

 Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan. 
Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.

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