Por: Ricardo Abud\
Hay momentos en la vida en los que uno se detiene, no porque lo desee, sino porque ya no se puede seguir igual. Momentos en los que el silencio se vuelve maestro y la soledad, compañera. Este escrito nace de ese punto exacto: cuando dejamos de buscar afuera lo que siempre estuvo dentro.
Una reflexión sincera sobre el amor propio, la paz que se encuentra en uno mismo, y el límite necesario que aprendemos a trazar para protegernos de lo que hiere, aunque se disfrace de amor.
Durante mucho tiempo viví en contradicción. Me debatía entre lo que sentía, lo que decía y lo que realmente necesitaba. Caía en errores repetidos, algunos que creían eran amor, otros de lealtad mal entendida.
Poco a poco he venido solventando mis contradicciones, corrigiendo mis errores, reconociendo los abismos internos que antes prefería ignorar. No ha sido fácil, pero ha sido necesario.
Y aunque me costó admitirlo, fue en uno de los momentos más duros de mi vida cuando dije, desde un lugar muy profundo, que había llegado al llegadero. No sabía cuánto de verdad contenía esa frase. Con el tiempo entendí que, en ese instante, estaba más cerca de mí mismo que nunca.
Aquellas palabras, sentado en mi carro camino al CENTRO COMERCIAL EL MARQUEZ: "he llegado al llegadero". En ese momento no sabía que estaba pronunciando la declaración más honesta de mi existencia. No era el final de nada, sino el principio de todo. El momento en que comprendí que había encontrado mi lugar, y así lo hice saber.
Una de las grandes lecciones que me ha dejado este tiempo es que nadie necesita a nadie para ser feliz. Sé que puede sonar frío o incluso egoísta. Pero no lo es. Es liberador. Somos nosotros los responsables de nuestra alegría, de nuestra paz interior, de nuestra estabilidad emocional. Pretender que otra persona cargue con esa tarea es una injusticia para ambos. Lo he hecho, y también lo han hecho conmigo. En todos los casos, el resultado fue el mismo: decepción.
Hoy tengo claro que mi corazón no está abierto al turismo emocional. Ya no ofrezco hospedaje a amores de paso, a personas que llegan con promesas rápidas, con afectos intensos pero efímeros, con palabras bonitas pero con acciones vacías. El amor verdadero, el que vale la pena, no viene con prisas ni con condiciones. Llega cuando ambas personas están listas para caminar juntas, no para arrastrarse mutuamente. No está abierto al paso breve, a la visita superficial, ni al afecto sin compromiso. Quien quiera entrar, que sea con la voluntad de quedarse, de construir, de caminar conmigo con paciencia y verdad.
He aprendido a discernir. A identificar las señales de alarma que antes ignoraba por necesidad o por esperanza. Ahora sé distinguir entre quien viene a compartir y quien viene a consumir. Entre quien acompaña desde la libertad y quien invade desde la carencia. No todo lo que se parece al amor lo es. No todo lo que brilla es compañía.
He comprendido la verdad más liberadora: la felicidad no es un regalo que otros nos entregan, sino un tesoro que llevamos dentro. Somos arquitectos de nuestra propia plenitud, jardineros de nuestra propia paz. Qué equivocados estábamos al entregar las llaves de nuestra alegría a manos ajenas, al hacer responsables a otros de lo que solo nosotros podemos cultivar.
Observó con compasión a quienes aún entregan su corazón como quien entrega un cheque en blanco, permitiendo que otros escriban el monto de su dolor. Veo cómo se infectan de expectativas que no les pertenecen, de amarguras que no sembraron, de sufrimientos que adoptan como propios.
Desde entonces, he aprendido a vivir en soledad. No como un castigo ni como una etapa transitoria que se supera en cuanto llega “la persona correcta”. No. He aprendido a quedarme conmigo, y a encontrar en esa compañía una fuente inmensa de claridad, de fortaleza, y sobre todo, de paz.
La soledad no es el enemigo que muchos creen. Cuando se vive de forma consciente, cuando se le pierde el miedo, se convierte en un espejo. Y ese reflejo, a veces incómodo, a veces revelador, me permitió ver todo lo que tenía pendiente conmigo: las heridas que no había sanado, los vacíos que intentaba llenar con afectos prestados, las necesidades que colocaba sobre los hombros de otros como si fueran su responsabilidad. En sus brazos aprendí idiomas que desconocía: el lenguaje de mis propios pensamientos sin filtros, la gramática de mis emociones auténticas, la poesía de existir sin necesidad de audiencia. Cada día en soledad fue una página en blanco donde pude escribir sin censura, donde pude ser sin máscaras.
He decidido ser el guardián de mi propia alegría, el autor de mi propio contentamiento. En esta fortaleza interior que he construido, solo habita la paz que yo mismo he sembrado y el amor que he aprendido a darme.
Esta es mi declaración de independencia emocional, mi manifiesto de plenitud personal. Aquí, en este espacio sagrado de mi ser completo, soy hogar y habitante, soy pregunta y respuesta, soy el lugar donde finalmente llegué para quedarme.
Yo he decidido quedarme conmigo. Y desde este espacio sereno y real, solo permito lo que sume, lo que acompañe, lo que no pretenda llenar vacíos que ya aprendí a abrazar por mí mismo.
También he dejado de romantizar el sufrimiento. El amor no debería doler por norma. No debería ser una guerra constante, ni una fuente de ansiedad. Si para amar tengo que perderme, si para estar con alguien tengo que sacrificar mi paz, entonces no es amor. Es apego, es miedo, es necesidad mal gestionada. Pero no amor.
No me interesa convencer a nadie de quedarse. No voy a suplicar atención, ni afecto, ni respeto. Quien quiera estar en mi vida, deberá hacerlo por convicción, no por costumbre, no por conveniencia. Estoy en una etapa en la que valoró la calidad del vínculo, no la cantidad de mensajes ni los gestos vacíos. Prefiero una presencia real, honesta, aunque sea pequeña, a una compañía constante pero hueca.
Y lo más importante: ya no tengo miedo de quedarme solo. Porque sé que no lo estoy. Me tengo a mí. Y después de tanto buscar afuera lo que siempre estuvo dentro, por fin entendí que eso es suficiente. Que esa es la base para cualquier relación sana, duradera y verdadera.
Hoy solo dejo entrar a mi vida a quien respete lo que he construido. A quien no vea mis límites como barreras, sino como puertas sagradas. A quien no venga a “completarme”, sino a caminar conmigo. Porque estar solo no significa estar incompleto. Significa estar claro. Significa estar en paz.
Y desde ahí, desde ese centro firme que he construido, puedo decir con certeza: ya no soy hospedaje para amores de paso. Soy un hogar. Pero uno difícil de habitar, porque solo los verdaderos saben quedarse.
No hay comentarios:
Publicar un comentario