No todos buscan coronas de risas ni cielos pintados de júbilo. Hay quienes, como peregrinos del alma, no caminan en dirección al sol naciente de la felicidad, sino hacia el sosiego que duerme en la penumbra del corazón. Yo soy uno de esos viajeros. No persigo fuegos artificiales que brillan sólo para desvanecerse. Busco, más bien, un río que fluya manso, sin importar si brilla el día o se cierne la tormenta.
Hay un lugar en el alma, donde las olas de la experiencia suben y bajan en mareas eternas, existe una distinción profunda entre navegar en busca de tesoros efímeros y encontrar el puerto seguro del alma. La felicidad, esa mariposa dorada que tantos perseguimos con redes en mano, danza caprichosa entre las flores del momento, posándose brevemente antes de alzar el vuelo hacia horizontes inciertos. Pero la paz, es el jardín mismo donde todas las mariposas pueden existir sin la urgencia de ser capturadas.
Imagina la vida como un péndulo gigante que oscila entre extremos: alegría y tristeza, éxito y fracaso, ganancia y pérdida. La felicidad nos invita a celebrar cuando el péndulo se inclina hacia nosotros, pero su naturaleza misma implica que debe regresar, que debe balancearse hacia el otro lado. Es la ley inmutable del movimiento emocional: lo que sube, inevitablemente baja. Lo que conquistamos con esfuerzo puede escaparse entre los dedos como arena fina.
En este vaivén constante, muchos vivimos como equilibristas sobre la cuerda floja, celebrando cada paso hacia adelante y temiendo cada tambaleo. Nos aferramos a los momentos dulces como si pudiéramos detener el tiempo, y rechazamos los amargos como si fuera posible vivir solo en la luz sin conocer la sombra.
La búsqueda de la felicidad nos convierte, sin darnos cuenta, en alquimistas emocionales, intentando transformar cada experiencia en oro puro, buscando soluciones mágicas. Creemos que si reunimos suficientes momentos dorados, suficientes logros, suficiente reconocimiento, podremos construir una fortaleza impenetrable contra el sufrimiento. Pero esta es la gran ilusión: que podemos controlar el flujo de la vida, que podemos detener las estaciones para vivir en eterna primavera. Imposible.
Porque la felicidad, aunque deseada, es un cometa: deslumbrante, sí, pero fugaz. Vuela alto, dejando estelas de colores, pero también nos recuerda que todo lo que sube, un día cae. La alegría, por muy genuina, viene con su sombra la tristeza como si fueran dos bailarinas unidas por la misma música, danzando en círculos infinitos sobre el escenario de la vida. Donde hay cima, hay abismo. Donde hay conquista, hay posibilidad de pérdida.
El alma sabia comprende que intentar atrapar la felicidad es como intentar sostener agua en las palmas abiertas. No es que la felicidad sea mala o indeseable, sino que su naturaleza es la transitoriedad. Es un visitante, no un residente permanente.
Por eso, me propuse estudiar y aprender a soltar la cuerda del momento, a dejar de columpiarme entre el ayer que arde y el mañana que asusta. Me detuve. Me convertí en tierra firme, no en viento. Comprendí que el verdadero hogar no está en las cumbres del entusiasmo ni en los aplausos del instante, sino en esa cabaña silenciosa que se construye dentro del pecho, donde uno puede sentarse en silencio sin necesidad de adornar el silencio con palabras.
La paz, esa palabra que a muchos les suena tibia, como si fuera menos ambiciosa que la felicidad, es en realidad un océano profundo. No se agita por cada viento ni se quiebra ante cada piedra. Es el saber que uno está donde debe estar, incluso si hay nubes, incluso si el cielo no promete sol. Es poder sentarse dentro de uno mismo, sin música, sin público, sin espectáculo, simplemente estar.
No digo que no haya noches en mi viaje. Hay momentos duros. Hay piedras en el zapato, hay lluvia en los huesos. Pero incluso ahí, en medio del frío, no busco fuegos artificiales, sino el calor sereno de una vela encendida por dentro. No pido que la tormenta desaparezca, solo que el corazón aprenda a no temerle.
Así que cuando me preguntan si soy feliz, me cuesta responder. Porque no estoy cazando mariposas de alegría, sino sembrando raíces de calma. La felicidad puede visitarme, y me alegra cuando lo hace. Pero si no llega, no me desmorono. Porque lo que busco, lo que realmente persigo como quien persigue una brisa que no se ve pero que se siente, es simplemente paz.
La paz, en cambio, es como la montaña que observa imperturbable el cambio de las estaciones. No se alegra más en primavera ni se entristece en invierno; simplemente ES, con la misma serenidad que acoge tanto al sol como a la tormenta. La paz no depende de las circunstancias externas, no fluctúa con los vientos del destino, no se tambalea cuando el péndulo se mueve.
Buscar la paz es como encontrar el ojo del huracán: ese espacio de calma perfecta que existe en el centro mismo del caos. Alrededor pueden rugir los vientos de la incertidumbre, pueden caer las lluvias del desafío, pueden tronar las voces del mundo exterior, pero en ese centro íntimo hay una quietud que nada puede alterar.
"Detuve el momento", dice quien ha comprendido esta verdad. No se refiere a la parálisis o la negación de la vida, sino a esa pausa sagrada donde dejamos de perseguir y comenzamos a SER. Es como el nadador experimentado que deja de luchar contra la corriente y aprende a flotar, descubriendo que el agua que parecía su enemigo ahora lo sostiene.
Esta pausa no es resignación; es reconocimiento. Es comprender que los momentos duros no son defectos en el diseño de nuestra vida, sino partes integrales de la sinfonía humana. Sin las notas graves, la música carecería de profundidad. Sin la noche, no podríamos apreciar plenamente el amanecer.
Estar satisfecho con el lugar donde estamos no significa conformismo o falta de ambición. Es como el árbol que está satisfecho siendo árbol, sin envidiar al río su fluidez ni al pájaro su vuelo. Desde esa satisfacción fundamental, desde esa paz con su propia naturaleza, el árbol puede crecer hacia el cielo, extender sus raíces, ofrecer sombra y frutos. Pero lo hace desde la plenitud, no desde la carencia.
Esta satisfacción reconoce que los momentos duros son como las tormentas que nutren la tierra: necesarios, temporales, y en última instancia, generadores de nueva vida. El agricultor sabio no maldice la lluvia por mojar sus campos, aunque le complique el trabajo. Comprende que es parte del ciclo que hace posible la cosecha.
"Cada vez más, sí", responde quien camina este sendero cuando se le pregunta si está en paz. No es una transformación instantánea, como el despertar súbito de un sueño. Es más bien como el alba que llega gradualmente, disolviendo la oscuridad no de un golpe, sino con la paciencia de la luz que se filtra lentamente entre las montañas.
Cada momento de comprensión es como una gota que cae en el estanque del alma, creando ondas concéntricas que se expanden hacia todos los rincones de nuestro ser. No se trata de alcanzar un estado perfecto de paz y permanecer allí para siempre, sino de regresar a ese centro con mayor frecuencia, de encontrar el camino de vuelta a casa más rápidamente cada vez que nos perdemos en el laberinto de las emociones.
Al final, la diferencia entre buscar felicidad y buscar paz es la diferencia entre perseguir mariposas y cultivar el jardín donde pueden aparecer libremente. La felicidad puede visitarnos o no, pero si hemos cultivado la paz interior, tenemos un espacio sagrado donde recibirla cuando llega y un refugio seguro cuando se va.
¿Estoy en paz? Cada vez más. No porque todo esté perfecto, sino porque estoy aprendiendo a no necesitar que lo esté. Estoy aprendiendo que la vida no es una escalera de éxitos ni un carrusel de emociones, sino un camino de regreso al centro. Y en ese centro, ya no busco respuestas que brillen, sino silencios que abracen.
La paz es la madre que abraza por igual al hijo que llega con buenas noticias y al que regresa con heridas. No ama menos a uno que al otro; simplemente ama desde un lugar más profundo que las circunstancias temporales.
En este entendimiento radica la liberación: no necesitamos que la vida sea perfecta para estar completos. No necesitamos que cada día sea soleado para tener un hogar en nuestro corazón. La paz es ese hogar, siempre disponible, siempre acogedor, siempre presente, esperando pacientemente a que recordemos el camino de regreso.
Y en esa remembranza, en ese retorno constante al centro de nosotros mismos, encontramos no la ausencia del movimiento, sino la danza perfecta con él. La paz no es el fin del viaje; es la manera de viajar.
Nos vemos en el espejo, único lugar donde no podemos mentir.
Los quiero hasta el infinito y más allá y sobre los quiero de gratis.
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