sábado, 7 de junio de 2025

Cuando alguien se pierde la mejor versión de ti


Por: Ricardo Abud

A veces, darlo todo no significa ganarlo todo. A veces, lo das todo y aún así lo pierdes. O mejor dicho: se pierden ellos la oportunidad de conocer lo mejor de ti, la versión que siempre has sido y no llegastes a mostrar.

Durante un tiempo, te fabricabas excusas. Justificabas ausencias, minimizabas heridas, vestías la indiferencia con ropajes de paciencia. Lo hacías desde el amor, sí, pero también desde el miedo: el miedo a perder, el miedo a soltar, el miedo a no ser suficiente si dejabas de intentar. La versión que fabricaba excusas para proteger al otro, que defendía lo indefendible, que confundía la paciencia con el aguante. Es una versión que muchos reconocemos en nuestras propias historias, esa persona que fuimos cuando creíamos que amar significaba desaparecer, que entregarse completamente era sinónimo de nobleza, que mantenerse firme ante la indiferencia o el maltrato era una muestra de lealtad.

Y así, defendías incluso lo indefendible. No por falta de juicio, sino por exceso de esperanza. Querías tanto que el amor funcionara, que estabas dispuesta a convertir la confusión en silencio, la espera en lealtad, y la renuncia en virtud. No se trataba de ingenuidad, sino de una nobleza radical que pocos pueden sostener. Porque esa versión de ti la que se quedaba incluso cuando ya no había motivo era una versión profundamente humana, valiente, entregada.

Hay versiones de nosotros mismos que existieron en momentos específicos de nuestras vidas, como fotografías guardadas en álbumes que raramente abrimos. Algunas de esas versiones nos llenan de orgullo cuando las recordamos; otras nos generan una mezcla compleja de nostalgia y extrañeza, como si estuviéramos observando a un desconocido que llevaba nuestro nombre.

Pero lo que pocos entienden es que esa entrega tiene un límite. Que hasta el corazón más dispuesto se cansa de latir solo. Que la nobleza, cuando no es valorada, se convierte en herida. Y que incluso el alma más leal tiene derecho a salvarse.

Tú te salvaste. Tal vez no en un solo acto, ni en un día en particular, pero lo hiciste. Un día, alguien te trató bien… y te pareció raro. Ese fue el punto de inflexión. Porque el respeto ya no dolía, el afecto no venía con condiciones, y el amor no tenía que mendigarse. Ese día no solo te diste cuenta de que habías cambiado. Te diste cuenta de cuánto habías crecido.

Y entonces lo entendiste todo: no te arrepientes de haber sido quien fuiste. Porque fuiste grande. Porque lo diste todo, incluso cuando no sabías si te devolverían algo. Porque tu versión anterior no fue un error: fue un testimonio de tu fuerza, tu capacidad de amar, tu deseo profundo de construir algo real.

Pero esa versión ya no existe. Hoy has aprendido a elegirte. Ya no te pierdes por nadie, porque entendiste que quien no sepa ver lo valioso de tu presencia, no merece tu permanencia. Has dejado de fabricar excusas y empezaste a construir límites. Ya no confundes aguante con amor, ni silencio con paz. Porque el amor que ahora buscas —y que ofreces— es otro: es amor con raíz, con conciencia, con equilibrio.

Existe una diferencia profunda entre amar generosamente y perderse en el proceso. La primera es un acto consciente de entrega desde la plenitud; la segunda es un mecanismo de supervivencia emocional disfrazado de virtud. Cuando nos encontramos fabricando excusas para el comportamiento de otros, cuando defendemos lo que sabemos que está mal, cuando callamos nuestras necesidades para no "incomodar", no estamos amando: estamos negociando nuestra propia existencia.

Esa versión de nosotros que "lo daba todo" a menudo operaba desde el miedo. Miedo al abandono, miedo a no ser suficiente, miedo a que reconocer la realidad significaba perder lo poco que teníamos. Por eso fabricamos narrativas que justifican lo injustificable, por eso transformamos la negligencia en "estar ocupado", la indiferencia en "timidez", el desinterés en "no saber expresar sentimientos".

El momento de darse cuenta llega de formas inesperadas. A veces es tan sutil como el contraste que describes: alguien nos trata bien y nos parece extraño. De repente, la amabilidad básica se siente como un milagro, la consideración como un regalo extraordinario. Es entonces cuando comprendemos que habíamos normalizado lo que nunca debió ser normal, que habíamos bajado tanto nuestros estándares que olvidamos que merecíamos ser tratados con dignidad.

Este despertar no siempre viene acompañado de ira o resentimiento. A veces llega con una claridad fría, casi científica. Como quien encuentra una foto vieja y no se reconoce en ella. No hay juicio moral sobre quien fuimos, sino simple constatación: esa persona existió, hizo lo que pudo con las herramientas que tenía, y ahora ya no está.

El crecimiento personal rara vez es dramático. No hay un momento específico en el que decidimos cambiar y todo se transforma de la noche a la mañana. Más bien es un proceso gradual, una serie de pequeñas decisiones que van modificando nuestra relación con nosotros mismos y con los demás. Un día dejamos de responder inmediatamente a ese mensaje que antes nos habría tenido ansiosos. Otro día no inventamos una excusa para el comportamiento de alguien que nos lastima. Poco a poco, sin darnos cuenta, nos vamos convirtiendo en alguien diferente.

Esta transformación no significa que nos volvamos duros o insensibles. Significa que aprendemos a distinguir entre amar y perdernos, entre ser generosos y ser negligentes con nosotros mismos, entre tener paciencia y tener tolerancia a lo intolerable.

Paradójicamente, quienes no supieron valorar esa versión nuestra que "lo daba todo cuando pudo hacerlo" nos hicieron un regalo involuntario. Su incapacidad para reconocer lo que ofrecemos, su tendencia a dar por sentado nuestro amor incondicional, su forma de recibir sin reciprocar, nos enseñó algo fundamental: que no todas las personas merecen acceso ilimitado a nuestra generosidad.

No es crueldad reconocer esto, es sabiduría. Es la diferencia entre tener límites sanos y construir muros. Los límites protegen sin aislar, preservan sin rechazar, cuidan sin controlar.

La persona en la que nos convertimos después de esa transformación no es necesariamente mejor o peor que quien fuimos antes. Es diferente. Es alguien que ha aprendido que el amor propio no es egoísmo, que decir "no" no es crueldad, que alejarse de lo que nos lastima no es cobardía sino inteligencia emocional.

Esta nueva versión puede amar profundamente, pero desde un lugar diferente. Ya no ama para llenar vacíos propios o para demostrar algo. Ama porque elige hacerlo, no porque necesite hacerlo. Y esa diferencia lo cambia todo.

Al final, podemos sentir una gratitud extraña hacia quienes no supieron valorarnos. No porque nos hayan hecho daño, sino porque ese daño nos llevó a lugares de nosotros mismos que quizás nunca habríamos explorado de otra manera. Nos enseñaron, sin pretenderlo, que merecemos más. Nos mostraron, a través de su ausencia de cuidado, lo que realmente significa cuidar.

Hoy ya no somos esa versión que se perdía por otros. Somos la versión que se encuentra en sí misma, que se elige todos los días, que ama desde la abundancia y no desde la carencia. Y eso, definitivamente, no es una pérdida sino el más hermoso de los encuentros.

El proceso de reconocer y despedirnos de versiones pasadas de nosotros mismos es un acto de madurez emocional. No se trata de juzgar duramente a quien fuimos, sino de honrar el camino recorrido mientras celebramos la sabiduría adquirida.

Cada versión de nosotros mismos ha sido necesaria para llegar hasta donde estamos. Incluso esa versión que se perdía por otros tenía algo hermoso: la capacidad de amar intensamente, de creer en las posibilidades, de mantener la esperanza. El crecimiento no consistió en destruir esas cualidades, sino en aprender a dirigirlas hacia quienes realmente las merecen, empezando por nosotros mismos.

La verdadera victoria no está en que otros hayan perdido nuestra mejor versión, sino en que nosotros hayamos encontrado la nuestra. Y quizás quien estuvo antes no lo entienda, no lo valore o no lo vea. Pero eso ya no te importa. Porque el verdadero milagro no fue haber dado todo por alguien. El verdadero milagro fue haber aprendido a dártelo a ti mismo.

Nos vemos en el espejo, único lugar donde no podemos mentir.
Los quiero hasta el infinito y más allá y sobre los quiero de gratis.


Photo Sharing and Video Hosting at Photobucket

No hay comentarios:

Publicar un comentario