La arquitectura de lo efímero del amor



Por: Ricardo Abud

Hay una verdad incómoda que todos conocemos, pero que guardamos en el silencio de nuestros huesos: el amor, en su forma más terrenal, casi nunca es para siempre. No me refiero al amor filial, ni al que se profesa a un hijo, sino a ese fuego cruzado que nace entre dos extraños, ese que promete eternidad con un solo gesto y que, sin embargo, lleva escrita en su ADN la semilla de su propia caducidad.

Amar es, en esencia, firmar un contrato con la nostalgia. Desde el primer instante en que sentimos que el mundo se reorganiza alrededor de la risa de otra persona, estamos, sin saberlo, comenzando a construir un recuerdo. Cada café compartido, cada madrugada de confesiones, cada mano encontrada bajo la mesa, son ladrillos con los que edificamos un palacio que, intuimos, algún día habitaremos solo en nuestra memoria.

¿Por qué nos duele tanto admitir esta transitoriedad? Porque el amor nos vende la ilusión de la permanencia. Nos hace creer que hemos encontrado la excepción a la regla universal del cambio. Nos susurra que este sí es el definitivo, que el vértigo que sentimos es una gravedad nueva e inmutable. Y ahí reside su belleza y su trampa mortal: para que el amor sea verdadero, debe creerse eterno en el presente. La posibilidad del final es su antítesis, por eso la negamos con furia.

Pero es precisamente esa fragilidad lo que lo dota de su valor supremo. Un diamante es valioso por su rareza y permanencia; un ramo de flores silvestres, en cambio, lo es por lo contrario: por su belleza efímera, por saber que su esplendor durará apenas unos días. El amor romántico es el ramo de flores, no el diamante. Su hermosura y su tragedia radican en que se marchitará. Nos obliga a estar presentes, a apreciar el aroma ahora, porque mañana ese aroma ya solo existirá en el frasco de nuestra mente.

La cultura nos ha vendido el “felices para siempre” como la meta, estigmatizando el final como un fracaso. ¿Y si, en cambio, lo vemos como una culminación? Como un ciclo que se cierra con dignidad. Los amores que se acaban no son amores fallidos. Son amores que cumplieron su propósito: nos enseñaron, nos moldearon, nos hicieron reír y, sobre todo, nos hicieron humanos. El fracaso no es que se acabe; el fracaso es no atreverse a vivirlo por miedo al dolor de su partida.

Al culminar, nos quedan las huellas. Uno no sale ileso de un amor que se va. Queda una cicatriz, una forma nueva de escuchar una canción, un camino que ya no se puede recorrer sin que un fantasma nos acompañe. Esas marcas no son pruebas de una derrota, sino medallas de haber estado en el frente de batalla de la vida. Son la prueba de que nos arriesgamos, de que elegimos sentir algo poderoso y transformador, aunque supiera la despedida desde el primer día.

Amar sabiendo que es transitorio no es un acto de pesimismo, sino de sublime valentía. Es abrazar a alguien sabiendo que, tal vez, ese abrazo será un recuerdo. Es besar con la certeza de que ese beso, algún día, será el último. Y aun así, elegir hacerlo. Porque el valor no está en lo que perdura, sino en la intensidad con la que brillamos aunque sea por un instante. Lo único eterno es el amor que logramos soltar sin amargura, agradeciendo el milagro de que, por un tiempo, dos soledades se hayan mirado y haya dicho, sinceras: “No estás solo”.


Y eso, al final, ya no es tu carga. 

 Nos vemos en el espejo, donde las mentiras nos atormentan. 
Los quiero hasta el infinito y más allá. Se les quiere que jode, y sobre todo de gratis.

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